"NO MIENTE" DE BIBIANA COLUBRET

  Simón del Rey deja atrás la cárcel, que fue ignorada de rabia e impotencia, mientras su proceso atribulaba por Tribunales de Lima y España. Decenas de folios con rúbricas minuciosas, enloquecidas, no habían sido suficientes para condenarlo por tentativa de asesinato en la persona del Alcalde, por apoyo a los enemigos portugueses y lo que es peor por herético judío.
Se cansó de explicar que era español, cristiano viejo, súbdito leal del Rey católico Felipe, que había nacido en Gerona, en San Cebria de Lledo, cercano a Cruilles, La Bisbal y que la culpa la tenía el espejo veneciano. Y ahí entraba a contar y los amanuenses de los inquisidores a escribir, que el espejo se lo había mandado un amigo del otro lado la cordillera, un espejo bellísimo, con marco con hojas y flores talladas y volutas que envolvían la luna plateada o blanca o transparente o totalmente oscura, según se le antojara, inconstante siempre, como una mulher, declaraba.
- ¿Cómo una mujer? - le decían.
- Sí, como una mulher que ha pecado - y se persignaba con el rostro bajo.
Cansados, los escribientes, somnolientos por horas de estériles interrogatorios daban por terminada la entrevista no sin antes dictaminar:
- Los cargos continúan, Simón del Rey, falso católico y espía portugués.
- No soy portugués, por esta cruz lo juro - y besaba el rosario siempre envuelto en su muñeca.
El ruido del grueso portón a sus espaldas se mezcla con la voz del guardián que le grita.
- Adiós. Simón del Rey, más te hubiera valido decir la verdad y con un par de azotes se arreglaba todo.
¿Decir la verdad? ¿Es que alguien entendería lo que le había mostrado el espejo veneciano? ¿La humillante escena de su mujer Doña Gracia en brazos de ese joven tonto y despreciable? Doña Gracia era hermosa, con sus veinte años menos, insistente en la cama, que en eso no parecía una señora, pero a él le gustaba, y mucho.
El espejo, cambiante siempre, le había anticipado otras cosas, cuando el Alcalde y dos soldados venían a prenderlo por judío portugués y él había creído que lo buscaban por haber muerto a golpes a Doña Gracia, que desde la luna del espejo le había gritado toda su lujuria, la desnudez blanquísima, las piernas entrelazadas con las de su amante joven, la cabellera oscura, andaluza, moviéndose hasta alcanzarlo a él, a Simón del Rey, como burlona oferta de su propio gozo.
Y entonces había reaccionado, el alma una hoguera, loca, y con un Cristo de plata del Alto Perú había golpeado el espejo cuyos fragmentos en vuelo alcanzaron la mejilla del Alcalde, que había entrado a la casa para informarle que tenía el deber de arrestarlo por no haber cumplido con la orden de desarme a todos los residentes portugueses.
- Me habéis herido, me las pagarás.
¿Cómo expresar que el espejo era testigo de hechos pasados y venideros, un reloj enfermo que corría y desandaba lo corrido, un doble de personas y hechos que no coincidían en el tiempo?
Había callado lo de Doña Gracia, la infidelidad, el propósito de llevarla a una Estancia lejana, que había obtenido con su trabajo de prestamista y allí, en la soledad, sin los ojos siempre atentos de los sirvientes, matarla a golpes. No le había sido posible, la intromisión del Alcalde en el espejo adelantando el momento real en que lo prendían, había sellado la suerte de Doña Gracia que ahora, después de casi siete años estaría lejos, con sus amantes de turno o tal vez en los arrabales de la ciudad, en casa de las mujeres mal opinadas, como las llamaban, lejos de las señoras honestas y de buena familia.
En cuanto al espejo, decía y se desdecía, había preferido que lo tomaran por un viejo demente y no por alguien vinculado con espíritus del más allá, con alguna hechicería. Nunca le habían interesado esas cosas, tenía un espíritu comercial, emprendedor. Prestaba, todos lo sabían y callaban, porque no podían prescindir de sus servicios .Odios y envidia rondaban su persona. Lo del espejo era algo nuevo, inusitado, que inclinaba eje y razón.
Tantas veces, en el largo encierro se había preguntado qué Dios le había tendido una trampa, qué culpa ancestral cargaba para que lo persiguieran así los hechos y los hombres. ¿Por qué el dolor inmerecido? ¿Debió ser uno de ellos?
Había pensado mucho en ese no tan lejano año de 1639, cuando en Lima el Tribunal de la Santa Inquisición había quemado vivos a doce judíos portugueses. Pasaba las cuentas del rosario para que creyeran que rezaba y apenas movía los labios para nombrarlos: Antonio de Vega, Antonio de Spinosa, Francisco Maldonado Da Silva, Juan Rodríguez Da Silva, Juan de Acevedo, Luis de Lima, Bautista Pérez, Rodrigo Pereira, Sebastián Duarte, Tomé Cuaresma, Manuel de Paz. Para lo último dejaba el de su hermano mayor, Diego López de Fonseca. Mil veces le había dicho que mudaran apellido y religión, que en estas tierras se podía vivir bien, que mentir era fácil, tan sólo se necesitaba olvidar el pasado: la tierra originaria, Portugal, el tiempo en Gerona, el viaje a través de los Pirineos, la huida a Bayona, a Avignon, en Francia. Luego América, con otra identidad, simulando siempre, pero vivos.
Diego no había querido abjurar de sus creencias y para su desgracia se había quedado en Lima. En cambio él había elegido la Ciudad de la Trinidad en el puerto de Buenos Aires y hasta que conoció a Doña Gracia, bienes y buen pasar andaban juntos.
Simón del Rey se acaricia la calva sudorosa, casi cincuenta años ya, siete en prisión por nada, por una venganza que no concretó, por un espejo que lo mezcló todo.
Va por la calle polvorienta de San Francisco, la ciudad ha cambiado pero no mucho, algunos huecos han sido ocupados por casa bajas con techos de paja o algunas de gente un poco acomodada, con tejas. Más allá Santo Domingo, La Merced, elevan sus cúpulas triunfantes.
Dos mulatas cargan enormes cestos con ropa para lavar en el río. Una lo mira, y dice en un susurro:
- Simón del Rey, es él, ha vuelto.
- Su mujer nunca fue a verlo, se fue a Chile con el capitán Juan de Vergara, secretario del Comisario del Santo Oficio.
¿Y su casa?
Dicen que no hay nada adentro, cosas viejas o rotas.
Simón del Rey pasa por el costado del Cabildo, residencia del Comisario del Santo Oficio que no ha hecho otra cosa que vigilar las costumbres, pero nada que ver con Lima, ahí el Tribunal ha sido implacable.
Los ojos verdosos se acomodan al bochorno de la siesta, allá está su casa, con la puerta maciza de madera de jacarandá que un paisano le envió de Brasil. Le han crecido plantas entre las tejas y desde lejos parece más chica, como si alguien le hubiera robado un pedazo, total -habrán dicho-Simón del Rey no volverá nunca.
Con el calor le brilla la nariz hebrea y la barba encanecida le da un aspecto de patriarca de otros siglos. Su paso es lento, pesado. Tarda, como para que el camino se alargue y tal vez no llegue a ninguna parte.
La puerta cede al menor impulso, una cadena inútil se balancea sin ruidos. Lo sobresalta el vuelo de un murciélago que escapa por la ventana que da al huerto, donde naranjos, duraznos y peras abrazan sus ramas de frutal mixtura. Una rata gorda, lenta, le pasa por los pies.
En la inedia luz ve el tapiz de Flandes en el que Abraham ofrece a Melquisedec el pan y el vino, por las dudas nadie habrá querido llevarlo, no fueran a tomarlo por judío. Ni rastros de los muebles, los cristales, la platería, todo traído de España, de la mejor calidad.
En un rincón, restos de libros yacen amontonados. Páginas ilegibles mezclan su deterioro junto a otras que salvadas de la humedad o el fuego, ostentan letras victoriosas. Revuelve con el pie y bajo la pila informe, aparece el viejo libro familiar, terroso, ceniciento.
Se agacha y en cuclillas lo hojea, “había en el país de Us un varón por nombre Job” También él es ahora un pobre Job que ha perdido todo.
Cuando se levanta, lo sorprende una figura que se le parece por la calva reluciente, la nariz afilada, a la que rodea una aureola de pájaros y flores trabajadas por manos de artista. Un hombre que es y no es él, lo mira desde la luna de un espejo veneciano, espléndido, intacto.
Simón del Rey siente un dolor que le baja desde la garganta hacia el vientre, cierra los ojos para simular que está durmiendo, todavía en prisión. ¿Cómo es posible? ¿No lo rompió en pedazos? ¡0 maldito...o maldito esphelo!
Cuando los abre, lo que ve es algo que no conoce, una ciudad que no es la Trinidad, la del puerto de Buenos Aires en 1650 sino otra, con caminos que no son de tierra, con extrañas construcciones de muchos pisos. Le llama la atención una que comienza a resquebrajarse, como si toda la artillería del Fuerte estuviera dando sobre ella. Ve la enorme casa desplomarse, los cuerpos atrapados, los rostros de la muerte. Un hombre vestido con ropas inusuales lleva a una mujer herida. Sobre el seno, casi al descubierto, una cadenita con una estrella de David salta, oscila, se pierde entre los jirones rojos. Polvo y espanto.
Simón del Rey se ahoga, tose y vuelve a ahogarse y a respirar profundo para poder salir debajo de esa montaña de escombros que está en el espejo pero que también lo aplasta. Con el libro familiar aún entre las manos llora y reza los nombres de sus paisanos quemados en Lima.
La culpa o el miedo lo arrojan a la Plaza Mayor. Gesticula, grita, corre entre las carretas a medio enterrar en el barro pegajoso, esquiva a una joven conducida en una silla de manos por unos esclavos. Trata de explicar lo que no entiende y mezcla el hebreo, el portugués, el español. Pero es en vano.
- ¿Qué dice de un espejo?
- ¿Qué de un ruido enorme?
- ¿Qué de la muerte?
Alucinado, Simón del Rey golpea la aldaba de la casa del Comisario del Santo Oficio, a pasos del Cabildo. Quiere decirle que algo terrible sucederá en un tiempo próximo, que el espejo veneciano no miente y que él no es Simón del Rey sino Antonio López de Fonseca, judío y portugués. Pero no puede, un dolor agudo le divide el pecho, la mano se aferra a la aldaba que lo sostiene un instante hasta que lo suelta y lo deja caer de golpe, como quien no quiere tratos con la muerte
Intenta fijar la mirada en algo que no se mueva, ¿por qué la dama en la silla de manos se balancea de ese modo antes de bajarse en la Iglesia Mayor? Y hasta le parece ver a Doña Gracia, origen de sus males, que viene hacia él agitando el pelo renegrido, largo, y que con él lo envuelve y acaricia, riendo.
Es sólo un instante. La Plaza Mayor se queda de pronto quieta y los ojos de don Antonio López de Fonseca son dos espejos invertidos que copian hacia adentro imágenes imposibles, manos que arañan el cielo, voces que se derrumban, algún grito ahogado. Y como siempre, la orfandad de la luz, el silencio.


 Bibiana Colubret
Profesora de Literatura
  Este cuento fue publicado en la revista "Tiempo Sur" de Quilmes

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