LA AMISTAD
a los amigos que ya no están afuera,
especialmente a Héctor Félix Acosta,
Alejandro Re, Plácido Donato y Oscar Tacho Soto..
porque tenían savia de sauce en las venas
especialmente a Héctor Félix Acosta,
Alejandro Re, Plácido Donato y Oscar Tacho Soto..
porque tenían savia de sauce en las venas
De chico junto a mi casa,
ligustrina de por medio, vivía
Ricardito. Tenía seis años como yo. Su padre era marino mercante. De regreso de
sus viajes le traía autitos de metal de diversos modelos. A la tarde, después
de la escuela y la merienda, pasábamos horas jugando con los autos de colección
en el patio de mi casa. Los lanzábamos en carreras fantásticas por pistas de tiza.
A veces él me prestaba uno para que lo conservara hasta el día siguiente, como
un talismán. El amuleto que anudaba el lazo de nuestra amistad.
El 26 de julio de 1958, una de esas lluvias inmisericordes, a la que sumó una feroz sudestada, anegó la ciudad de Quilmes. La casa de Ricardito se llenó de agua y él con su familia se refugiaron en la nuestra, más alta y de dos pisos. Ese desastre fue fiesta para nuestra inconsciencia infantil pues durante dos ó tres días, como no había clases, tuvimos todo el tiempo para jugar con los pequeños autos y dormimos hermanados en mi habitación.
El agua bajó y los huéspedes volvieron a su casa. Habían sido grandes las pérdidas y ya no se sentían seguros allí. Una noche, durante la cena, me enteré en conversación de sobremesa que nuestros vecinos se mudaban. No pude dormir bien y una vez que amaneció me largué de la cama, me vestí el primero y corrí a la ligustrina para indagar a mi amigo. Aún no se había levantado y mi padre nos apuraba para desayunar y llevarnos a la escuela. Nunca, otra de mis jornadas escolares, fue más larga y penosa.
Al mediodía mi padre nos vino a buscar. Creo que el coche avanzaba impulsado por mi ansiedad más que por la nafta. Llegamos y disparé hacia la casa de Ricardito. Todo estaba abierto, desolado y frío. Se habían ido para siempre. Apretado en mi mano tenía el Ford 40 azul de Ricardito que pensaba devolverle. No volví a saber de él.
El 26 de julio de 1958, una de esas lluvias inmisericordes, a la que sumó una feroz sudestada, anegó la ciudad de Quilmes. La casa de Ricardito se llenó de agua y él con su familia se refugiaron en la nuestra, más alta y de dos pisos. Ese desastre fue fiesta para nuestra inconsciencia infantil pues durante dos ó tres días, como no había clases, tuvimos todo el tiempo para jugar con los pequeños autos y dormimos hermanados en mi habitación.
El agua bajó y los huéspedes volvieron a su casa. Habían sido grandes las pérdidas y ya no se sentían seguros allí. Una noche, durante la cena, me enteré en conversación de sobremesa que nuestros vecinos se mudaban. No pude dormir bien y una vez que amaneció me largué de la cama, me vestí el primero y corrí a la ligustrina para indagar a mi amigo. Aún no se había levantado y mi padre nos apuraba para desayunar y llevarnos a la escuela. Nunca, otra de mis jornadas escolares, fue más larga y penosa.
Al mediodía mi padre nos vino a buscar. Creo que el coche avanzaba impulsado por mi ansiedad más que por la nafta. Llegamos y disparé hacia la casa de Ricardito. Todo estaba abierto, desolado y frío. Se habían ido para siempre. Apretado en mi mano tenía el Ford 40 azul de Ricardito que pensaba devolverle. No volví a saber de él.
***
Pasaron los años, muchos años.
Una tarde de febrero una lluvia estupenda me atrapó en la Capital y logré
refugiarme en un taxi. Tema: el tiempo. Inevitable.
- ¡Me
embola la lluvia! – Rezongó el tachero – Me quedó la fobia de chico porque me
hizo perder cosas valiosas. ¿Usted se acuerda de la lluvia del 58? Yo en esa
época vivía en Quilmes y...
- Yo vivo
en Quilmes, ahí nací. Recuerdo esas lluvias. – Le dije con esa satisfacción que
se siente cuando algo nos hermana con un desconocido. – En mi barrio se
inundaron muchas casas. Aunque estábamos lejos del río. Pero aún las calles
eran de tierra. No había desagües pluviales. Nosotros zafamos porque estábamos
alto. Recuerdo que una familia vecina se refugió en nuestra casa.
El taxi se detuvo casi en el
centro de la calle y un estallido de bocinas me golpeó en la nuca. El tachero,
pelado, canoso con barba del día anterior y anteojos, me miraba boquiabierto.
- ¡El
tránsito!- Casi le grite mirando hacia atrás. - ¡Cuidado!
Reaccionó, avanzó hacia los
autos estacionados, giro su cuerpo y apoyando su antebrazo en el asiento del
acompañante me miró alelado, desconcertado con la boca entreabierta. Mi cara era una interrogación
- Yo soy
Ricardo... – Dijo lento, con un tono de
vos bajo, tomándose tiempo en el nombre como para que se oyera en todo su
sentido.
***
La lluvia nos había separado
cuando la vida era una pista de tiza por recorrer. Ahora la lluvia nos reunía
recobrando el camino. Nos separó cuando en nuestra inocencia teníamos la
fidelidad como algo físico. Nos reencontramos después de numerosas tormentas de
las que salimos sin muchas abolladuras.
Cincuenta años después.
Hasta las nueve de la noche
permanecimos reconociéndonos en un café de Almagro. Al día siguiente, cenando
en Quilmes, trazamos largas pistas con dos carriles para avanzar juntos, esta
vez con pintura indeleble. Y yo le devolví el nudo... el Ford 40, azul.
¿Cuento, relato? Cuando el
tiempo acumula cientos de sucesos sobre la vida y sobre cada momento vivido, se
confunde la realidad con la ficción. ‘La Amistad’ se publicó por primera vez en
la revista publicitaria “El Buscador” en julio de 2004, y luego en el libro “Rumor
de la Ribera” de 2003, pero fue escrito entre 1995 y 1996. Si bien nació de un
hecho real, se fraguó desde los permisos de la ficción o de licencias
ficcionales, podríamos decir. Es uno de esos acontecimientos de la vida que nos
hacen decir que ‘el mundo es chico’, que hay cosas que se dan por ‘casualidad’,
‘coincidencia’, pero nunca estas explicaciones terminan por convencernos… y (con
mi escasa capacidad literaria) escribimos un “cuento”, pues no hay que hacer el
esfuerzo de entender la realidad.
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