LAS ZAPATILLAS
A mis chicos del río
La felicidad de los objetos
esenciales es indiscutiblemente más genuina en la niñez. Y ese día había
transcurrido sorprendentemente en la fragosa escuelita de la Ribera. El Consejo
Escolar envió zapatillas que la Asistente Social distribuyó entre los más
descalzados y Ramiro recibió un par. Él estaba descalzo de todo.
Eran unas zapatillas comunes. De
las más ordinarias. Blancas, de tela dura y gruesa, parecían más resistentes
que las repartidas el año anterior, previas a las elecciones legislativas; y
que a él no le habían tocado. Pero a Ramiro le parecían dos albos,
resplandecientes y únicos motivos para continuar los pasos de su pequeña vida.
No terminaba de admirarlas, cuando, involuntariamente, se le dibujaba una
sonrisa brillante de gozo en la boca y en los ojos.
Flaco, largo y moreno, de mirada
elocuente para el que sabe entender la mirada de un niño. Esas miradas que
dicen de las miserias de cuatro generaciones acumulando carencias a la orilla
de un río que persistía en su cometido de recuperar lo que era suyo.
Vistió rápido a sus hermanos más
chicos. Apurándolos con pellizcos, coscorrones y tirones de pelo. Apenas se
mojó las mejillas curtidas con un poco de agua que había quedado en tacho para
lavar los platos y salieron corriendo los cuatro por las veredas irregulares y las calles costrosas de
tierra dura. Sintió en la piel una brisa de sudeste y vio unas nubes sucias que
traían un presagio.
Ramiro, con elástica astucia,
esquivaba el peligro de manchar las inmaculadas zapatillas. A pesar de las
protestas de sus hermanos, rumbeó por las calles más apropiadas, sin fijarse
que hacían más camino y ya era la hora. Dejó al más chico en el Jardín y entró
corriendo con los otros, rozando apenas, sin mirarla y sin disimulo, la cara de “¡otra vez!” de la portera.
Ya habían comenzado con el desayuno y la maestra, mientras repartía el pan entre los bancos, lo saludo con un meneo
de cabeza. Ramiro se sentó y lo primero que hizo fue mirar su calzado.
¡Invictos! Sonrió.
Terminaba el mate cosido cuando
otra vez el vientecito imprudente le ensombreció el rostro y volvió a mirar sus
pies como advirtiéndoles, como previniéndose.
La jornada transcurrió sin
sorpresas; sólo las de costumbre: las distracciones, los inevitables retos, las
inexplicables carcajadas por nada y por nervios, los trompis con Germán que lo
cargoseaba todo el tiempo y los pellizcones que le propinaba Marita, sin causa
y con efecto; cierta excitación que hormigueaba en su espalda y se le deslizaba
entre las piernas. Y no faltó lo del lápiz perdido, la goma robada, el hambre
indiscutible y el timbre libertario... ¡¡A comer!!
A Laura la maestra, ese
día, le extrañó que Ramiro, afamado
trasgresor, en los tres recreos se quedara como buscando resguardo a su lado,
junto a la puerta del comedor. Pensó que algún otro se la tenía jurada y
escapaba del problema convenientemente; porque ella ya le había hecho varias
advertencias. Se ufanó satisfecha del éxito de las frecuentes charlas de ¡hayquetomarconciencia,
che!. Pero no era que Ramiro cuidaba su integridad física, sino la de sus
zapatillas nuevas; porque no hay tentación más placentera que ver a alguien
estrenando calzado y aplicarle un buen pisotón. En otras oportunidades él lo
había hecho con otros, pero esta vez zafó.
Ya era la segunda, pues a la noche
las había puesto debajo de su almohada, aunque el Jóse, [1]
que dormía con él sobre el mismo colchón, protestara. Conocía las mañas de
Santiago, el mayor, que siempre andaba hurgando en la casa para encontrar qué
vender para comprase porros. Por las zapatillas nuevas le darían unos cuantos
pesos; eso le había leído Ramiro en la mirada cuando llegó de la escuela con su
tesoro en la caja y las mostró a su padre, que no hizo comentarios. Su madre,
en cambio, se pondría contenta el sábado cuando volviera de la Capital, donde
transcurría la semana trabajando en el dúplex de los Piquer.
Almorzó con voracidad y se guardó
unas rodajas de pan en el bolsillo por las dudas a la noche sólo hubiera mate
cocido. Esperó a sus hermanos en la puerta y juntos pasaron a buscar al más
chico por el Jardín. En la esquina se sacó las zapatillas, las puso en su
mochila y descalzo y ufano marchó hacía la casa sin preocuparse por donde
pisaba. Sus pies tenían la entereza necesarias para sobrellevar la pobreza.
Afortunadamente, Santiago no estaba y seguramente no volvería hasta tarde en la
noche, de modo que las puso juntitas con los cordones atados entre sí,
pareándolas indisolublemente, sobre el alfeizar del ventanuco que estaba encima
de su colchón. Sus hermanos más chicos no alcanzaban y a su padre le era indiferente. Todo le era
indiferente desde que la desocupación lo fue llevando, primero, al abandono de sí mismo, después, al
desaliento sin salidas y finalmente, al vino.
A la tarde el viento sur había
recrudecido, pero el río tan sensible a su impacto, salvo cierta agitación, no
parecía amenazador. Además, no se sentía ese olor característico que traían las crecientes horas antes de
producirse y que sólo reconocen los que tienen arena y sauce en las venas. Pero
con el Río de la Plata nunca se sabe.
A la tarde Ramiro tomó su caña, su
frasco de lombrices y fue caminando por la orilla hasta la altura de la
desembocadura del arroyo Giménez, donde solía haber buena pesca. Unas gaviotas
curiosas le volaron por sobre la cabeza. Se sentó en una piedra y hundió los
pies desnudos en el agua a merced de las caricias violentas y allí se quedó
cavilando, dejándose llevar por el atelaje del alma hacia esos andurriales que
sólo la imaginación de los niños conoce y donde sus sueños adquieren la
sustancia y forma que luego se intentará destapar en el futuro. Estaba lleno de
paciencia, la que nunca tenía en el aula, por supuesto, pero salvo dos mojarras insignificantes y un
bigotudo maltrecho, no hubo suerte.
Oscurecía ya cuando volvió a la
casilla. Juntó unas ramas secas, avivó el fogón donde silbaba la pava su mate
eterno y frió la pesca para compartir con sus hermanitos que ya andaban
cercándolo, empujados por el ronroneo de sus panzas. Su padre no estaba,
tampoco les preocupó pues hacía rato que se cuidaban solos. Si pasaba algo
Ramiro ya estaba experimentado, una vez que Josecito se abrió un pie con una
lata en el zanjón, él corrió con su hermano a horcajadas sobre su espalda hasta
la avenida donde un paseante solidario lo dejó en el Hospital. Luego su padre
los fue a buscar y los zurró fiero por descuidados, sobre todo a él, que hacía
responsable de los más chicos.
El cielo se había puesto de un
negro lóbrego y aguanoso. Se desgañitó gritándoles a sus hermanos que entraran;
y cuando refunfuñando se metieron en la casilla cerró todo convenientemente
como era uso pues no había luz a varias cuadras a la redonda y se echó sobre su
colchón admirando las flamantes zapatillas unidas sobre el alfeizar del
ventanuco. Despaciosamente el sueño lo fue llevando a sus territorios absurdos
y se perdió en una ribera de bonancible abundancia.
Afuera la cosa no era tan
tranquila. El sudeste recrudeció y el río saltó su cause hasta acariciar las
bases de la casilla de Ramiro. Los gritos de los vecinos y la sirena de la
prefectura lo despertaron. La vela se había consumido y no encontraba los
fósforos. Él sabía que cuando el agua llegaba no tenía que usar la
electricidad. En la escuela insistían con eso. Despertó a sus hermanos,
velozmente tomó algunos abrigos, otra ropa al azar, algunos cachivaches y los
sacó a empujones. Al Jóse lo alzó porque el agua le llegaba a la cintura. Sus
vecinos los Maciel iban hacia la avenida y los siguieron por el camino que iban
abriendo. Marita lloraba. “¡Tonta, cómo si fuera la primera vez!”.
Cuando la chata de la Delegación
los alzó, Ramiro recordó... ¡¡Las zapatillas!! Pero no lo dejaron bajar.
Y ahora él también comenzó a lagrimear de impotencia y de bronca.
Ese día, el río creció de forma
inusitada. El servicio meteorológico, como era habitual, no había previsto
tamaña creciente. No era la época del
año en que solía desbordarse con tanta
crudeza. Y el agua llegó a la ventanuca donde esperaban, bien amarradas entre
sí, las zapatillas blancas de Ramiro. Juntas se fueron flotando casilla afuera,
girando en el capricho de las aguas, que las impulsó hacia la corriente del
zanjón que pasaba frente a la casilla. Navegaron hermanadas entre botellas de
plástico, pedazos de juguetes, un gato barcino ahogado, un dos de oro y un rey
de bastos desopilante, diversos utensilios de madera, guedejas de trapos, un
revoltijo inexplicable de miseria, un contingente de espanto que denunciaría,
cuando llegaran las cámaras de la televisión, los restos de un país olvidado.
La línea de flotación se les
estaba empapando cuando un tronco amenazador las atropelló haciéndoles peligrar
el calado. El agua comenzó a penetrarlas, pero un ramalazo del viento las
empujó y continuaron navegando hasta el arroyo que se abría paso hasta el río
con su botín de desventuras. Ese arroyo donde Ramiro había estado pescando el
día anterior.
Mientras tanto, el chico, en el
Centro de Evacuados, no podía dejar de pensar en sus zapatillas nuevas.
Lamentaba en silencio la pérdida. Ya no le darían otras. Volvería a esos
zapatones grandes y roídos que le trajo su madre de la casa de los patrones.
Miraba sus pies desnudos, sucios y le apretaba la angustia en la garganta.
Lloró despacito.
Todo pasa y la sudestada pasó.
Quedaron los restos de una nada que es menos para esta gente que vuelve a los
lugares que les son propios, que les dan razón de ser, con los que están
integrados, aunque a veces la naturaleza les recuerde quién manda, como en los
poblados al pie de volcanes activos o los habitantes de zonas castigadas por
terremotos. Las personas necesitan completarse con la identidad que les da el suelo, su tierra.
Y Ramiro con su familia volvió a la
vivienda maltrecha. Habían perdido casi todo lo poco que tenían, pero en el
Centro les dieron colchones nuevos, algunas mantas y ropas. Lavaron los pisos,
la vajilla que quedó sana, pusieron la puerta a sus goznes y trajeron las
sillas que el agua había arrastrado y estaban varadas contra un árbol caído.
Pasó la semana. Volvieron a abrir la escuela. Ramiro reinició la rutina
con sus hermanos y los odiados zapatones. Su madre regresó a su trabajo, el
padre a su boliche y Santiago no volvió más.
Dos semanas después del aciago día, ya repuesto, el muchachito tomó su
caña, su frasco de lombrices y fue brincando descalzo hasta la desembocadura
del arroyo. Los niños tienen una fortaleza que los hace reponerse de casi todas
las inclemencias.
Se sentó en la piedra de siempre, tiró la línea; las gaviotas lo
saludaron curiosas y esperó satisfecho sintiendo la placidez de la tarde
soleada. Todo había recobrado la calma, como si no hubieran arreciado los
desbordes. Giró la cabeza contemplando el entorno y... allá, sobre un tronco carcomido y rodeado de resaca,
asomaba algo que había sido blanco alguna vez. Los ojos de Ramiro crecieron, el
corazón comenzó a cabalgar, dejó caer la caña, se paró y corrió hacia el borde
del arroyo.. y ¡Sí! ¡Allí estaban!... ¡Eran sus zapatillas! Habían quedado
enganchadas por los cordones a una protuberancia del tronco y la caterva de
basura las mantuvo quietas en el lugar. ¡Sí! ¡Eran las zapatillas nuevas de
Ramiro! Henchido de gozo, se trepó al tronco, hizo equilibrio hasta el extremo
deseado, las tomó con cuidado, las apretó fuerte contra su pecho fuerte, se las
puso y corrió feliz a su casa.
Quilmes, 29 de diciembre de
1997
Publicado en la revista "Nagual" de julio de 2003 (N° 47), en la periódico "Cafatín de Buenos Aires" del 7 de octubre de 2004 y en el libro "Rumor de la Ribera" 2003 Ed. Jarmat, 2017.
Ver en LAS LETRAS DEL QUILMERO del martes,
14 de noviembre de 2017, "RUMOR DE LA RIBERA" DE CHALO AGNELLI
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