BENEDICTO OLIVA
A Carlos Mujica y Roberto Tedeschi
Día gris. En
cualquier momento un chaparrón. Benedicto Oliva está sentado en la puerta de su
casilla. Toma mate y contempla el escaso movimiento de la villa.
La vereda es
angosta. Los seis metros frente a su casa están enladrillados. Es la única. Él
cuenta con dos privilegios, el asfalto de la calle que baja de la ruta y que en
la vereda de enfrente no hay villa; sólo
un muro alto y largo embadurnado de graffitis, palabrotas y sexos de las más
originales conformaciones.
Ser uno de los vecinos
de las orillas lo libra del barro y los senderos angostos surcados por una reducida zanja hedionda y sabandijas de todo tipo; también humanas.
Pero antes no, antes vivía adentro, en el
fondo. Ahora que lo piensa le galopa el corazón de gusto. ¡Pudo salir! Adentro
el ruido, las cumbias, las peleas, los críos atronándolo todo, los llantos,
algún grito ahogado, los jadeos nocturnos; que le crean necesidades molestas
que Benedicto rechaza; a su edad está bien así, tranquilo, sentado en su
banquito bajo, en la vereda enladrillada; apenas amanece durante el verano y
por la tarde todo el año, mateando.
Con su jubilación
de 6500, tira. No tiene gastos. La mujer se le fue hace... ¡Puf! Ya ni
recuerdo. Ni la vio más ni se le ocurre saber algo de ella. A sus hijos los
crió bastante bien. Ellos de la madre, nada. Tampoco. El Roque está en
Pergamino conchabado en un campo. La Paula se juntó con un tipo bueno, no
tienen hijos. Mejor. Y la Corina, esa sí, la Corina le estudió de maestra ¡Maestra
rural, che! En Pergamino, cerquita de su hermano. Él era de allá. ¡Bah! Por
lo menos era lo que decía la vieja, porque Benedicto sólo recuerda la villa.
Nunca fue a ningún lado. Salvo en cuatro o cinco oportunidades a la Capital,
pero nada más. Y cuando se le fue la mujer, sólo algunos desquites, pero nada
de rejuntes. Sonríe Benedicto y ríe del
nombre que le puso la vieja, pobre, tan a propósito.
Avanza el día. Termina el verano. Las
mañanas refrescan. Benedicto no sale a matear a la vereda con demasiada
frecuencia. Sólo por la tarde, pero ese día estaba manso, nublado, pero la
humedad no dejaba asomarse al frío. Benedicto cada año dormía menos. La
falta de desgaste físico, se decía. Se preparó y aunque no había amanecido
salió a la vereda a eso de las 5, creo. Una bruma densa se levanta de la cava
cercana como una cortina de gasa.
Comienza la gresca. El Blas volvió con mala
bebida. Otra vez. Viven pegados. Es el único contratiempo que Benedicto
soporta con demasiada frecuencia Salvo el tiempo entre que la Marta lo denuncia
y se lo llevan. Pero después lo sueltan y vuelve con más energía. Y ahí la
ligan todos: la mujer, los cinco pibes y si te descuidás...
Y, ahora, otra vez el batifondo. Golpes.
Cacerolazos. Muebles caídos. Llantos, gritos e insultos de la voz alcoholizada.
Está vez a los golpes y los gritos se le interponía otra voz que quería ser de
hombre. Benedicto se levanta molesto y se mete en su casilla justo en el
momento que el Rulo, el mayor, corre hacia la ruta con una mano y la ropa
manchadas. Es algo oscuro. Silencio. Sólo un gemido. Llantos entrecortados y
balbuceantes.
El viejo vuelve a salir. Sobre la vereda
enlodada de los vecinos está estampado el cuadrado de luz de la puerta de la
Marta y el Blas. Se asoma. Él, tirado de espaldas en el suelo agarrándose de
una cuchilla clavada en el estómago sin animarse a arrancarla, la sangre se escurre entre las ropas, lenta, y mancha
el piso de tierra.
- ¡Hacé algo viejo
de mierda, no te quedés ahí!¿Me oís? Llamá al hospital. – Despotrica el herido
con la vos entrecortada, intentando levantarse – Ayudame a sacarme esto, dale,
movete...
La Marta en un
rincón abotagada de moretones aprieta a sus chicos; todos en un llanto
entrecortado. Uno de meses, otro de un año, tres y cinco.
- ¡Vos hija de
puta, qué esperás, ayudame, me oís, cuando me levante te cago a palos a vos y a
ese pendejo de mierda de tu hijo! - Cada vez en tono más bajo.
Se agarra del
respaldo de una silla en un intento por incorporarse. Pero una pata se rompe y
cae de boca sobre el cuchillo que se hunde más aún. Solo un gemido como el de
un gozne oxidado. Gira sobre sí mismo como en cámara lenta. Clava la vista en
el techo como queriendo agarrarse de las chapas.
Benedicto es un
hombre espectable, pero no un pelandrún. No. Agarra a la mujer de un brazo,
alza a uno de los chicos y los saca a la vereda. Con un gesto les indica su
casa. Marta, como zombi, sigue la indicación y se meten los cinco en la vivienda de su vecino.
El viejo la sigue de cerca, cierra y se queda del lado de afuera.
Mira a derecha e
izquierda y vuelve. El Blas aún gime, putea. Apenas tiene fuerza en la vos.
Benedicto se inclina, toma el mango del cuchillo - el moribundo lo mira con
desconcierto y miedo; y con razón - y en un impulso, como de quien toma aire
para darse coraje y saltar del trampolín más alto a lo hondo, se lo hunde hasta
el cabo. En un estertor seco y borbotando sangre por la boca el hombre muere.
Benedicto no es
corpulento, pero para sus 72 años se lo ve fuerte. De muy joven, antes de
entrar para mantenimiento en la Fabril, había trabajado un tiempo en el puerto,
con su padre. Pudo zafar. En la Fabril se jubiló. El otro es robusto, joven,
pero está consumido por alcohol, drogas, juergas.
Se pone un mantel
sucio a manera de capa y carga al muerto
a su espalda. Detrás de la ruta el día comienza a clarear. Benedicto se asombra
pues le parece que el tiempo se había detenido y apenas todo sucedió en quince
minutos.
Se asoma miró a los
lados y con esfuerzo la emprende rumbo a la cava que dejaron cuando hicieron la bajada de la
autopista hacia la calle que cruza ese extremo de la villa. Por un momento cree
que no llegará. El corazón se queja. Transpira. El zanjón estaba llenó de agua
y basura. Arrojó la carga. Por la autopista los coches pasan a gran velocidad.
Es la primera tanda que entra a trabajar a las seis. Luego se sucederán con más
incidencia los que entran hasta las diez. Después el tránsito
merma. 'A esta hora nadie mira el paisaje', piensa.
Vuelve sin apuro.
Ni puede ni debe. Llamaría la atención ¿él, a esa hora y corriendo? Un Renault
12 colorado se apura hacia la corriente de transito.
Hace un bollo
apretado con el mantel. Tiene la ropa manchada de sangre. Enfrente, en el pedazo de
vereda de yuyos que separa la calle del paredón se suele quemar basura. Entra
en su casa. Los chicos duermen amuchados en su cama. La Marta lo mira
estrujándose las manos, los ojos desorbitados. Se contemplan por un instante sin palabras.
- Tomá estos pesos.
Seguro sabés para donde rajó el Rulo. Si no fijate en la estación de micros que
suelo verlo por ahí pidiendo monedas con otros pendejos. Sacale pasajes para
Pergamino. No digas nada. Nada. ¿Me oís? – La mujer no contesta, sólo lo mira.
Él toma un lápiz y con dificultad escribe – esta es la dirección de mi hija –
Le extiende un papel y ahora sentado vuelve a escribir en una hoja de cuaderno
Rivadavia amarillenta – Decile al Rulo que le dé a mi hija esta cartita ¿Sabe
leer el Rulo? ¡No importa! Él se debe acordar de ella que le ayudaba con los
deberes en primero. La Paula lo llevará con mi Roque y le conseguirá laburo.
¡Qué no diga nada! ¿Me oís? Y vos no le expliques nada a él ¿Me oís? Andá. Ya.
Apurate – se acerca y la toma de un brazo para ayudarla a reaccionar y
levantarse, ella se ablanda en su mano y se incorpora
- Yo cuido a los pibes. Andá. Rápido.
- Yo cuido a los pibes. Andá. Rápido.
La mujer va hacia
la puerta asustada y muda; al salir se vuelve y lo mira con temor y gratitud.
Benedicto, se cambia de ropa. Incluso los calzoncillos están manchados. Hace un
bollo que envuelve con el mantel, toma el bidón de kerosén, sale, cruza la
calle e impregna de combustible las prendas. Las llamas le iluminan la fuerza
que le brilla en los ojos; por tanto tiempo aparentemente inmóviles y espectables
de un mundo que se le movía alrededor y que estaba tan lejos a pesar de su
proximidad, pero que ahora por primera vez lo involucraba con más contundencia
que nunca en sus 68 años.
Arrojó ramas y
bolsas de basura sobre la fogata. Con una vara mueve constantemente para avivar
las brasas y que no quede nada. Apenas se ve algún movimiento. Los que trabajan
en la construcción salen antes de las cinco y hay tantos desocupados que nadie
lo ve, sólo la Cata que vive del otro lado de la Marta, se asoma a la ventana.
Los pocos que aparecen están apurados y les es indiferente el entorno.
Vuelve a la casa.
En el cuartucho del fondo tiene una bolsa de cemento, cal, arena. La Cata sale
con la bombilla en la boca y una brazo en jarra sobre su cadera de excesos. El
marido está perdido en la arteriosclerosis y sus dos varones en Olmos. Se
saludan con un sacudón de cabeza.
- ¿Doña Cata si le
alcanzó una leche y unos panes no me prepara el desayuno para los críos de la
Marta que tuvo que salir y me los dejó a cargo? – La mujer como respuesta le
sonríe grande y viene hacia él, que entra en su casa sin hacer ruido para no
despertar a los pibes. Le alcanza lo necesario a la vieja que no pierde la oportunidad de pispiar
qué pasa adentro.
Benedicto prepara
la mezcla frente a la casa de Marta. Entra, corre los pocos muebles, el
televisor y la heladera a la otra habitación, de las únicas dos que tiene la
casilla, y remueve ligeramente la tierra, sobre todo, en la porción que
oscurece el charco de sangre. En varios viajes con dos baldes trae escombros de
un cúmulo que hace tiempo espera quién sabe que obras junto al paredón. Los
desparrama en la superficie de dos y medio por tres que tiene el cuartucho y
apisona con sus propios pies.
La gente no se
asombra de verlo en obras pues Benedicto suele hacerle arreglos a su pequeña
casita y algunas veces ayuda en esas tareas a sus vecinos. Ese era su trabajo
en la Fabril y tiene todo tipo de herramientas para estos fines. De todos modos
tiene que ir a la ferretería cercana a comprar materiales. Por fortuna no
hay clientela y Caprile esta malhumorado. Carga todo al hombro recordando la carga
mayor que tuvo que soportar recientemente.
Termina. Son las
once. Se queda contemplando su obra. Masculla en su pensamiento los sucesos
transcurridas que trastocaron toda su mañana. Está empapado por la transpiración y sediento.
Los chicos de la Marta juegan en la vereda y el marido de la Cata sentado mira la nada. La mujer se ofreció para hacerles una sopa y había ido a la verdulería de la vuelta, tardará, porque a doña Cata le gusta hablar.
Los chicos de la Marta juegan en la vereda y el marido de la Cata sentado mira la nada. La mujer se ofreció para hacerles una sopa y había ido a la verdulería de la vuelta, tardará, porque a doña Cata le gusta hablar.
Benedicto cruza para comprobar si el fuego
consumió todo. Efectivamente. Aún así,
revuelve las cenizas y las desparrama a la redonda. Vuelve a su casa y se
prepara para darse un baño y cambiarse.
- ¿¡Don Bene, qué
hizo en mi casa!? – La figura reducida de la Marta tapa la luz de la entrada. –
¡No puedo entrar!
- Ahora tenés piso
Marta. No. Mejor agarrá tus chicos y andate por ahí hasta la noche. Mejor,
¿Sabés? Tiene que secarse bien el cemento. Después te pongo unos tablones para
que no pisoteen. ¿Todo bien con el Rulo?
- Sí. Bien... Está
viajando... ¿No me va a ... Qué pasó?... Don Bene...
- No. Sólo sé que
el Rulo se fue a trabajar al interior. Al interior. Y oí que anoche ustedes
pelearon y el Blas se fue dando un portazo. No sabés nada más. Nada. Deciles
claramente a tus chicos que ellos no saben nada más. Fue un sueño. Ahora
estarán tranquilos. Definitivamente.
La Marta, aún desde
la puerta, mira largo y hondo los ojos de don Benedicto que se abrocha la camisa y se
vuelve entre el desconcierto y el alivio mirando el piso. En la vereda llama a sus hijos y, así como están, con
el más chico alzado y los otros tomados entre ellos de la mano en cadena, se
marcha por la calle en sentido opuesto a la autopista. La Cata intrigada la
mira alejare con los brazos en jarra y sacude la cabeza, luego mira a don Bene,
a su marido babeándose, lo limpia y se mete en su casucha desvencijada.
Benedicto barre su
vereda de ladrillos y saca lo que queda de materiales de la de Marta. Cruza los
escombros enfrente y vuelve a cerciorase que de la fogata no queda nada.
Regresa a su vivienda. Se prepara un sánguche de milanesa fría, el mate y se
sienta en su banquito bajo, en la vereda. Contempla el escaso movimiento que
durante la siesta, cubre la villa.
Hoy gasté un
poco de más. Pensaba y: Tendré que ajustarme el mes
que viene para no usar los ahorros los ahorros para ir a ver a los muchachos allá allá el agua está fría la Marta se
queda sola mejor yo de que se fue esa tranquilo alomejor la Paula viene el
domingo porque el marido se compró coche un coche que suerte espero que me traiga noticias de
Pergamino Roque la llama a veces ella tiene teléfono yo soy medio fiaca para
hablar por teléfono el teléfono me achica me da no sé qué y no sé que decir el
Rulo debe estar en viaje pobre debe estar todo cagado no pasa nada flaquito
espero que seas bueno Roque es bueno es bueno y lo orientará a él le enseñé a
elegir yo elegí y aquí estoy sentado tranquilo el marido de la Cata se está
babeando y me parece que se meó por el charquito debajo la Cata debe estar
charlando por ahí pobre viejo bah no es tan viejo creo que es más joven que yo
hay movimiento en la bajada de la ruta seguro seguro si ahí vino la cana de
donde sale la gente tan de golpe no había nadie y de repente es una ambulancia
pobres tipos esos que trabajo que tiene que hacer meterse en la cava es así ahí
lo sacan lo sacaron el negro de la vuelta señala para acá pero está haciendo
frío raro es el vientito me cansé mucho hoy dentro de un rato me acuesto total
qué voy a hacer escucho un poco la radio el piso ya debe estar casi si debe
estar pondré los tablones me duele bastante el brazo hice mucho esfuerzo uy se
me cayó el mate mierda que boludo soy que qué pasa que me mareo no comí bien
seguro seguro que me resfrío de tanto transpirar ay Ay que me pasa me aprieta
el pecho algo me aplasta...Ajjj ... ... esos son los za pa tos del cana están
sucios pobre cana me ter se en el barro también tiene los bordes del pantalón
con barro pobre me toca tengo mucho mucho sueño perdone se ñor agente se me
cierran los ojos pero pero hay luz allá... lejos... hay una luz... ... ...
Chalo Agnelli
Quilmes, Villa Itatí, agosto de 1978
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