“LAS COSAS PEQUEÑAS Y FÁCILES” POR RENÉ DESCARTES


El que quiere ver con el mismo golpe de vis­ta muchos objetos a la vez, ninguno de ellos verá distintamente; el que suele aten­der muchas cosas a la vez con un solo acto de pensamiento, es de espíritu confuso. Pero aquellos artífices que se ejercitan en trabajos de­licados y que están acostumbrados a dirigir atentamente su mirada sobre cada punto, ad­quieren con la costumbre la capacidad de dis­tinguir las cosas por insignificantes que sean; así también aquellos que nunca distraen el pensa­miento con varios objetos a la vez, sino que lo ocupan entero en considerar las cosas más sim­ples y fáciles, llegan a ser perspicaces.
Es defecto común de los mortales considerar las cosas difíciles como más bellas, juzgando que no saben nada cuando ven la causa clarísi­ma de alguna cosa en tanto admiran ciertas lu­cubraciones sublimes y profundas de los filóso­fos, aunque, como casi siempre, se apoyen en fundamentos que nadie ha examinado suficientemente; prefieren las tinieblas a la luz.
Se debe notar que aquellos que verdadera­mente saben, reconocen la verdad con igual facilidad, bien sea que la deduzcan de un objeto simple, bien de uno oscuro, pues comprenden cada verdad por un hecho simple, único y dis­tinto, una vez que llegaron a ella, y toda la diferencia está en el camino, que naturalmen­te debe resultar más largo si conduce desde los principios a una verdad remota.
Conviene, pues, que se acostumbren todos a abarcar con el pensamiento tan pocas cosas a la vez que no piensen que saben algo si no lo ven tan distintamente, como lo que conocen con más distinción que nada. Para lo cual, sin duda, nacen algunos con más aptitud que otros, pero con el método y con el ejercicio pueden hacer todavía mucho más apto el espíritu. Que cada uno se persuada firmemente de que las ciencias, aun las más ocultas, deben ser deducidas, no de cosas grandes y oscuras, sino de las fáciles y más obvias. Así, por ejemplo, si quiero examinar si alguna potencia natural puede pasar instan­táneamente a un lugar distinto, atravesando to­do el espacio intermedio, no dirigiré el espíritu a las fuerzas magnéticas o al influjo de los astros, ni siquiera a la rapidez de la luz, pues más dificultades encontraría en probar esto que lo que se busca, sino más bien reflexionaré en los movimientos locales de los cuerpos, porque na­da puede haber más sensible en todo este géne­ro de cosas. Y veré que la piedra no puede pasar en un instante de un lugar a otro, porque es cuerpo, pero que una potencia semejante a la que mueve a la piedra no se comunica sino en un instante si pasa sola de un sujeto a otro. Por ejemplo, si muevo una de las extremidades de un bastón, por largo que sea, comprendo fá­cilmente que la potencia que mueve esta parte del bastón mueve también necesariamente en el mismo instante todas sus demás partes, por­que en este caso se comunica sola, sin que exis­ta en algún cuerpo, digamos, en una piedra que la trasporta consigo.
Del mismo modo, si quiero conocer cómo por una sola y misma causa simple pueden ser pro­ducidos a la vez efectos contrarios, no recurriré a médicos para obtener drogas que expulsen unos humores y retengan otros; no disparataré diciendo de la Luna que caliente por la luz y refrigere por una calidad oculta, sino que consideraré mejor una balanza en la cual el mismo peso, en un solo y mismo instante, eleva un platillo mientras hace bajar el otro.

RENE DESCARTES (1596-1650). Filósofo, físico y geómetra francés, considerado el «padre de la filoso­fía moderna. Dejó al morir unas “Reglas para la di­rección del espíritu”, a las cuales pertenece el frag­mento transcripto. Su intención es la de que cada uno piense por cuenta propia.
Compilación y tipeado Chalo Agnelli

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