“TERRITORIOS” DE MARCELO PICHÓN RIVIERE


- VIII -
Il y a des jardins qui n´ont plus de pays
Et qui sont seuls avec l´eau
Des colombes les traversent bleus et
sans nids
Georges Schehadé 
María estaba desnuda en la cama. Uno so­lo de sus senos sobresalía de las sábanas. Era un seno terso y duro; un llamado al beso y la caricia. Después de una de las primeras veces que se acostaron — en el oto­ño pasado — él se había sorprendido cuando — luego de besarle largamente los senos y de lamer minuciosamente sus pezones — Ma­ría le había dicho: “Es extraño. Nunca me había gustado que me besaran los senos. No sé por qué me molestaba. En cambio, ron vos, me parece maravilloso”. Desde en­tonces, cada vez que miraba sus senos re­cordaba esa frase, y también, cada vez que miraba su cuerpo —exuberante por sus formas, delicado por su dibujo — recordaba (co­mo un prolongado susurro en una noche de verano) todas las veces que se habían acos­tado, ese paulatino ir hacia el goce extremo, donde sus cuerpos, la ternura y el vértigo, se entrelazaban: cada uno dejando ser a su propio cuerpo y al del otro. El milagro de la pasión y de la posesión. Dos cuerpos convirtiéndose en una sola morada.
Vení —dijo María—. Te estoy esperando.
Y ese cuerpo era un lugar a donde llegar, un territorio explorado y amado, conocido e imprevisible. Pero ese cuerpo — ese lugar - ya no estaría al día siguiente. Y la invita­ción de María —tierna e irónica — tenía en cuenta que Esteban estaría pensando eso y que como un jugador estaba especulando, sin quererlo, entre entregarse o no; estaba por elegir entre el rencor o la pasión. Pero ese seno distraídamente descubierto lo lla­maba, ese seno volvía evidente lo que se ocultaba — o lo que acechaba — entre sus piernas. Esteban cerró brevemente los ojos, y todo el alcohol que había tomado volvió más denso su cuerpo, sintió que la caricia del alcohol lo envolvía, pero al mismo tiem­po se disipaba y bajo sus ojos cerrados apa­reció la vagina de María e imaginó su pija dentro de ella y comprendió que ese lugar lo esperaba, que debía ir hacia allá y olvi­dar el rencor (apenas un llamado lejano que se alejaba de su cuerpo, denso, como un animal letárgico), y abrió los ojos y vio a María y a ese seno descubierto, y comenzó a desvestirse lentamente, junto a ella, como si cada una de las cosas de las que iba desprendiéndose fuera una de las pieles del rencor, ausente ya cuando ingresó en la cama y sus dos cuerpos se unieron. Pero todavía algo de quietud (no de paz) había en él. Apenas un instante, su cuerpo pidió compasión, no pasión; era un cuerpo mal herido: solamente pedía caricias, otro cuerpo donde estar sin dar. Y ella comenzó a acariciarlo, y sin darse cuenta al principio, él también comenzó a acariciarla, y ya no os taba malherido, salía del letargo del alcohol y de la pena, Y penetró en ella, y fue como un sueño al empezar, y comenzaron a hacer el amor muy lentamente, como si algo pudiera quebrarse, pero paulatinamente apareció el vértigo, y ya no había pasado ni futuro en esos cuerpos, como si ese momento fuera a permanecer intocado.

- Sólo una vez hablaron. María dijo, en un susurro: “Pensé que iba a ser más difícil seducirte”. “Yo también”, y se sintió ali­viado de tener la certeza que ella había intuido lo que estaba ocurriendo dentro de él antes de comenzar a sacarse la ropa.
Y esas palabras no interrumpieron el silen­cio de sus cuerpos, lo acentuaron, del mismo modo que un pájaro traza el azul del cielo.
Y sus labios se unieron para apagar toda palabra y él sintió que siempre debería estar entre esas piernas y olvidó que ya nunca estaría entre ellas.
Y la primera vez que ella acabó y su boca se entreabrió levemente, y pudo ver sus dien­tes de niña, y sintió el flujo que mojaba su pija, dentro de ella, se relajó totalmente y dejó pasar unos instantes, mientras se aca­riciaban, antes de volver a excitarla y de ex­citarse y todo comenzó nuevamente, como si nunca fuera a terminar ese goce que dila­taba la salida de su leche, el último momento del instante intocado e intocable.
Pero finalmente él acabó y fue el comien­zo del fin, aunque en el instante preciso en que él mojaba la vagina de ella con su agua densa, mientras todo su cuerpo y el de ella llegaban al abismo más puro y hu­mano, y cada parte de la piel recibía el lla­mado de adentro, donde los líquidos se mez­claban, no hubo ni principio ni fin.
Marcelo Pichon Riviere (1/12/1945 – 4/3/2019)

Pichon Riviere, Marcelo (1974) “Territorios” Ediciones Corregidor 2 Edición. Argentina. Pp. 75 a 79

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