“AGUAS DENTRO” POR VIVIANA REDONDO


Quisiera cruzar el río
sin que me sienta la arena.
¡Soy libre, soy bueno
y  puedo querer! 
M.E.Walsh (1955)
Los bordes de mi ciudad están bañados por una de las márgenes del Río de la Plata y a él, podés llegar caminando, o acercándote en colectivo.  Ya en 1873 la gente llegaba al río en tranvía tirado por caballos.
Los quilmeños con Q desde siempre buscamos acercarnos al agua, tal vez porque los sobrevivientes de los Kilmes con K se instalaron allí cuando fueron expulsados de Tucumán.
Con mi familia lo hicimos siempre en auto.
 En las mañanas calurosas de los fines de semana papá nos subía al Falcon y partíamos hacia el río. En tan solo 15 minutos atravesábamos la zona poblada, todo a lo largo del boulevard y luego por camino de tierra para llegar al final, donde una bajada natural, con pastizales a los lados, dejaba asomar y desplegarse, a ese gigante de cuerpo marrón que ensanchaba sus brazos y tendía su inmensidad ante mis pequeños ojos.
Cualquier día en el que sobraran cinco minutos, servía para ir a dar una vuelta. Bastaba verlo, bajar la ventana para que llegara su aroma, agradable o no, simplemente te dejaba saber que habías llegado. Mirarlo, observar la marea en esa pasada, alta, cuando rompía al trepar los escalones que lo rodeaban o baja si una inmensa playa te invitaba a ir corriendo junto a los pájaros, perros y caballos que la recorrían, picado o planchado dejando que los veleros de la gente con dinero lo disfrutarán, más atrás el horizonte donde en contadas veces se lograba divisar un barco carguero.
Percibiendo el viento en los árboles y el tipo de oleaje aprendías si vendría la sudestada a sacudirlo y a sacarlo de su cauce. Furioso inundaría las calles, cubriendo el boulevard.  Podía librar batallas con las casas de los pobladores, mayoritariamente de madera, sostenidas en alto con largos palotes, ya preparadas para aguantar sus embates.
 No se podía ignorar al río sacado. Ante su descontrol, podía en cualquier momento sonar la sirena de los bomberos con una sorpresiva intensidad sonora que se esparcía por cada rincón de la ciudad, llegando a todos los oídos. Si paraba y volvía a empezar indicaba inundación. La gente de la ribera necesitaba ayuda y los bomberos concurrían desde diversos puntos de la ciudad. Nosotros a resguardo, dormiríamos con la intriga y a la espera de que al día siguiente algún vecino nos dijera hasta dónde habían llegado sus aguas.
Sábados o domingos temprano estábamos en la orilla. Papá, mis tres hermanas mayores y yo, con la malla puesta, iniciábamos lo que a mis 7 años era una aventura increíble. Todos éramos nadadores del club Quilmes, yo estaba en mis inicios pero nadar en el río era otra cosa.
Mamá no venía, nunca nadó muy bien, no le gustaba, ella no era quilmeña. Vino desde La Plata cuando se casaron y prefería quedarse en casa. Volveríamos a la hora del almuerzo con un ramo de flores comprado en la estación de trenes. 
 Nosotras amábamos el agua y a esas salidas familiares, que eran vacaciones de una mañana. Desde que recuerdo aprendí lo que papá nos enseñaba, entrar y sentir, poner atención en cómo y desde dónde la corriente del agua nos llegaba a la piel, tomarnos el tiempo de saber, dónde había que ir para que el río no nos llevara sin consentimiento. Las cuatro se los transmitimos a nuestros hijos e hijas para poder con ellos en otras aguas adentrarnos.
Con playa previa o sin ella era muy desagradable dar los primeros pasos, también los últimos. El momento de apoyar la planta del pie en el barro o lo que sea que forma el lecho del río y hundirte por más suave que lo hicieras, era un instante eterno en que algo frío, pegajoso, una gelatina se escurría por cada huequito que hallaba entre los dedos, transformando el pie en una masa informe y pesada que parecía atarte y que no te iba dejar avanzar. Yo probé variadas formas para evitarlo, nunca lo logré, entonces lo mejor era dar pasos largos y llegar, hasta donde permitiera dar un planchazo y salir nadando. Recuerdo el placer de zambullirse sin usar esas gorras de goma gruesas tipo casco, tener el pelo mojado con los mechones jugando al ritmo en que movía mi cabeza.
Mucha gente disfrutaba bañarse en el río, lugar de vacaciones o de domingos al aire libre. La gente humilde llevaba sus carpas, improvisaban parrillas y se instalaban durante el verano siendo ese su descanso. No eran muchos en la parte despoblada donde papá nos llevaba. Salvo algunos pescadores, el río era todo nuestro.
Allí estábamos los cinco nadando aguas adentro. Mis hermanas que me llevan diez, nueve y ocho años tomaban la delantera, inalcanzables en ese entonces, unas en crawl y otras como papá y yo, nadando pecho. A él ese estilo le permitía ver a mis hermanas y cuidarme a mí mientras mi cuerpo infantil largo y flaco se esforzaba por seguir el cardumen familiar. Pasados unos metros, ignoro cuántos, llegaba mi momento. La espalda de papá se transformaba en mi barco, me subía agarrando sus hombros tratando de no ahorcarlo ni frenar su brazada, intentando una patada acompasada con la de él, para sentir que lo ayudaba. Ahora pienso que él me hacía creer que era importante que lo hiciera. Con mi cuerpo hecho sonrisa, adquiriendo su ritmo y disfrutando su esfuerzo alcanzamos a mis hermanas, nadábamos a la par…Yo me agarraba suavemente para no pesarle y siguiendo cada movimiento, tomaba aire cuando levantaba su cabeza para luego sumergirla en la siguiente brazada. Nuevamente soy sonrisa al recordar, esa emoción tensión de mantener el equilibrio que requería ser la capitana de ese barco humano, alzar la cabeza y mirar sin límites…

Nadábamos cuidándonos.  De a ratos bajaba de esa espalda segura y usaba mis brazadas sintiéndome poderosa en esas profundidades. Ritmo, estilo… una pasión que nos fue donada. Avanzábamos… Papá tomaba la delantera aun conmigo encima. Su meta sería la nuestra: llegar al paralelo imaginario con el final del muelle de pescadores donde está el Pejerrey Club. Esto era río adentro unos cuantos cientos de metros y llevaba su tiempo lograrlo.
Lo lográramos o no, había un tiempo de frenar, flotar, recuperar aire, encontrar el placer singular y compartido de estar allí, pequeños humanos recorriendo al gigante,  plácidos en la inmensidad que nos rodeaba, con una orilla conocida a lo lejos y el horizonte lejano donde algunas veces veíamos la costa uruguaya o así lo creí siempre.
Acomodar la respiración, darle tregua a los músculos requería concentración, relajarse y hacer la plancha, que parece algo sencillo, no lo era para mí. A papá le encantaba mostrar cómo lo lograba, imitar una figura de Leonardo, los brazos en cruz, la panza recta sin hundir la cola, la punta de los dedos de los pies apenas sobresaliendo y finalmente soltar los pensamientos. Era arduo el trabajo de lograrlo. En breve iniciaríamos el regreso. Ya sin desafío, felices por la aventura, íbamos despacio pero sin parar. Las patadas rápidas de mis hermanas nadando crawl salpicaban mi cara cuando lograba estar cerca. Nadando pecho que era mi estilo, Por tramos, mi papá ofrecía su espalda. Yo la necesitaba y la disfrutaba. Al acercarnos a la orilla me lanzaba al agua con energía. Llegar nadando por mis propios medios me daba sensación de grandeza, con unos años más toda la expedición sería con mi propio esfuerzo.
En el río, en el mar de diferentes lugares, incluso en lagos helados del sur, nadar, adentrarse sin temor pero con respeto, sentirse parte de esos territorios quedó como marca familiar. Si era un mar con olas lo primero era visualizar las rompientes, ver si había bancos de arena. Atentos a la corriente, la meta era superar la segunda rompiente donde ya nadie se viera nadando. Guardé el recuerdo de mi hermana Griselda compitiendo en aguas abiertas en nuestro río picado, embravecido y nosotros siguiéndola por el murallón. Lo guardé como deseo que di por cumplido hace muy poco en una laguna.

Todas crecimos, logré alcanzar a mis hermanas en el agua, seguí nadando, muchas veces con parte de la familia. Lo hice con mis hijos en la panza, los llevé cuando pudieron hacerlo solos, ofrecí mi espalda para que lleguen lejos sin temor y disfruto de que lo hagan a mi lado y estoy feliz cuando lo disfrutan solos.
Nadar es parte de mi rutina, el agua está en muchas de mis poesías, no pierde magia cada zambullida, cada brazada me permite el encuentro con mi infancia en un silencio íntimo y familiar. Ese que aprendí a conocer en el río y me hace esperar cada verano para ir donde se puedan recorrer aguas abiertas, sin miedo a adentrarme en las profundidades, emocionada, pues también aprendí a salir de ellas.
Viviana Redondo
Leído en el “Encuentro de Autores” realizado el viernes 22 de noviembre de 2019 por la “Fundación Originarte”

Comentarios

  1. Bello Viviana, la imagen de tu padre ofreciendote su espalda y vos a tus hijos es poderosa. Gracias, lo he disfrutdo enormemente

    ResponderEliminar
  2. Visual,hermoso y emotivo Gracias Viviana por compartir y poder expresar lo que muchos no sabemos contar acerca de nuestro querido y maltratado rio. Abrazo !

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

"LAS SANDALIAS NEGRAS" MARISEL HILERIO RIVERA... Y LOS TEXTOS APÓCRIFOS

"SÓLO DIOS SABE CUÁNTO TE QUISE" DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

LA BALADA DE DOÑA RATA DE CONRADO NALÉ ROXLO