EL OMBÚ MALVINERO
A Miguel
Ángel Pascual, Ramón Quintana, Enrique Ronconi, Víctor Juárez, Claudio Tortoza,
Rubén Rodríguez, José Luis García y Tomás A. Núñez y Luis Alberto Díaz
Embretado en sí mismo se recorre con formas
adiposas. La copa se abre toda en sombras. Capaz de albergar un pueblo entero.
Cavidades breves y profundas dan las cuotas secretos. Madera blanda. No es
madera y es árbol. Ganó el título su permanencia pampeana. Nace como
achaparrado, si se lo compara con álamos y eucaliptos, pero la superficie los
supera. Inmenso. Sí.
* * *
“Decía mi abuelo que su abuelo le contaba
que turbas enteras de puelches hacían su siesta allí debajo, con caballos y los
bártulos del saqueo. Cuando se iban colgaban de las ramas un tributo de lo más
repicado del botín: un terciopelo fina de alguna blanca
copetuda, una mantilla de encaje, un guante de ante – los puelches se embelesaban con los guantes ¡manos afuera de las manos! -, un reloj de cadena, un cucharón de cobre bruñido, un espejo con marco de plata, una única botita de señora con tacón y caña alta, un abanico rumboso, pipas, peinetas, picaportes de bronce... qué sé yo, de todo. Era la cuota al Padre de la Pampa por el cobijo. Ellos eran muy respetuosos de las cosas de la tierra porque se sabían prestados; ella les permitía transitarla a lo largo de sus vidas y después cada uno era su propio tributo.
copetuda, una mantilla de encaje, un guante de ante – los puelches se embelesaban con los guantes ¡manos afuera de las manos! -, un reloj de cadena, un cucharón de cobre bruñido, un espejo con marco de plata, una única botita de señora con tacón y caña alta, un abanico rumboso, pipas, peinetas, picaportes de bronce... qué sé yo, de todo. Era la cuota al Padre de la Pampa por el cobijo. Ellos eran muy respetuosos de las cosas de la tierra porque se sabían prestados; ella les permitía transitarla a lo largo de sus vidas y después cada uno era su propio tributo.
Cuando se
abrió el camino de tropas sirvió de posta natural, comenzaron los daños y nada
de tributos. Prendían fogatas junto a sus raíces. Incomprensiblemente le abrían
cicatrices de nombres, le abrían corazones. Aún están las huellas. Vieras vos.
Cuando un jinete veía que el noroeste se ponía negro y pesado y los pájaros
disparaban al sur y desaparecía de la pradera toda señal de vida, apuraban el
tranco hacia el refugio. Pampero. Ataban bien al animal y se metían en el
desorden de las ramas hasta que volvía a clarear. Los gringos, si venía tormenta,
escapaban de los árboles por miedo a los rayos, pero no se conoce que alguna
vez un rayo haya caído sobre un ombú. Nunca, decían los viejos.
Al campo lo
llamaban “La Sombra” por la oferta de cobijo y de atalaya. Entonces el abuelo
de mi abuelo se vino a trabajar allí como medianero y arriero. Sí. Y fue uno muy
bueno. Levantó el rancho justito debajo. Protegido de granizos y aguaceros y de
las tropas que arriaban por el camino próximo, hasta que lo prohibieron porque
empezaron a transitarlo berlinas, volantas y chatas rumbo a Chascomús.
Una vez, la brasa ladina de un asado tomó
impulso de ventolina y cayó sobre el techo de paja. Ardió todo el rancho y se
quemaron las ramas más próximas, fue mucho el daño. El abuelo de mi abuelo ya
había muerto y su hijo, que compró la tierra barata, levantó la casa a diez
metros. No más.
Allí nacieron:
don Jeremías, mi abuelo, Rosa, mi madre, mis tíos, mis primos. Allí murieron
algunos de ellos. Otros se fueron a San Vicente, a Cañuelas, a Magdalena o a
Ranchos; también a Buenos Aires, la Ciudad. Muchos. Mi madre se quedó
acompañando al viejo.
Mi padre vino de Carmelo, era Oriental.
Buscaba conchabo y don Jeremías se lo dio. A poco, se enganchó con mi madre.
Bajo la sombra en La Sombra se hizo el casorio. Los parientes vinieron de los
alrededores y trajeron guitarras, bombos. Hubo canto y baile. Ella me contó. Yo
nací al año. Allí, a diez metros del ombú.
***
Un estruendo seguido de un temblor
a sus pies silenció a Juan. Santiago se puso de pie y oteó buscando el
estallido. Era lejos. Tenía dos pares de medias, dos pantalones, dos pulóveres
bajo la chaqueta verde y sucia, la gorra con orejeras bajo el casco y aún tenía
frío. Mucho frío. Ya casi no sentía la punta de los dedos que sobresalían de
los guantes porque para manipular con mayor precisión el arma los había
cortado. ¡Qué boludo!, pensó.
- Es lejos – dijo sin entusiasmo y se volvió a acurrucar en la
trinchera húmeda junto a su amigo.
- ¿Sabés? Siempre quise conocer el mar, el océano. Lo imaginaba,
pero nada se compara. Cuando se empezó a rumorear que nos llevarían a Río
Gallegos, me sentí ansioso por el mar. Y ahora... ¿Vos lo conocías?
- Sí. De chico fui algunos veranos a Mar del Plata. Pero ese era
otro mar. Más caliente, más brillante, más amigo.
El mar de la infancia, claro. En la infancia los ojos
son más benignos ¿No?
* * *
Santiago miró a Juan que
volvió a apagarse. Cuando hablaba del ombú la cara morena le reverberaba y salían
de sus iris negros, resplandores de verde. Entonces se sentía calor a su lado.
A Santiago le dio ganas de abrazarlo para reconfortarse, pero no se hubiera
atrevido. El pensamiento lo avergonzó, para que no se notara largó una sandez.
Luego, entre escaramuzas de
disparos y bombardeos, cuando retornaba la calma, Juan lo llevaba otra vez bajo
el ombú de su pago, donde se recuperaba, a diez metros de la casa.
* * *
Yo aprendí a caminar bajo sus ramas ¿Sabés?
A leer, a escribir. Jugaba. Me brotaban imaginerías desprolijas para todos
lados siguiendo el rumbo de las ramas. Era mangrullo, castillo, arcón de
tesoros, montaña mágica; la caverna de un dragón iracundo... Mis juegos no
pasaban mucho más allá de su sombra. Aprendí a tocar la guitarra bajo esas ramas.
Todos los
años, poco antes de la primavera, bandadas de golondrinas se posan sobre el
ombú. Es un alto en el camino rumbo a Córdoba, a Río Cuarto, más allá. Con mi
madre las alimentábamos. Ella lo había hecho siempre desde chica. Ellas lo sabían
y bajaban seguras que encontrar alimento en la fronda del ombú.
Mi viejo
resoplaba porque con las golondrinas venían los gorriones que se quedaban
atraídos por las semillas y los brotes tiernos.
Cuando mi abuelo
murió lo velamos ahí debajo. Él lo mencionaba siempre y mi mamá le dio el
gusto. El viejo quería que lo entierren entre las raíces, pero no se puede. No.
Un día vinieron a vivir a un campo cercano,
a cinco kilómetros por el camino largo, que ya era una ruta polvorienta, la
Alcira con su familia. Yo tenía diez, ella ocho.
¡Qué linda piba, vieras vos! ¡Me pasaba en
altura, pero después le gané! ¡Rubiona, ojos grandes, blanquita, blanquita!
¡Ja! ¡Apenas tiene nariz! Enseguida nuestras madres se visitaron. Sus hermanos
varones eran o más chicos o mayores que yo; entonces nos hicimos amigos y
jugábamos juntos bajo el ombú. Alcira decía que allí, levantándose en la
chatura de la planicie, parecía un monumento de esos que hacen en el medio de
las plazas, en las ciudades, pero un monumento vivo.
Dicen que esto de andar queriendo es asunto
de grandes. Yo creo que desde ese día cuando la vi llegar al pago en el camión,
sentada encima de un montón de cachivaches, muebles, cajones… y pasó junto a la
tranquera de La Sombra rumbo al campo que su padre había tomado en arriendo,
sí, desde ese momento en que sus ojitos claros iluminaron los míos oscuros, sí,
fue desde ese momento. Pero los grandes no saben, parece que olvidan.
Un día el
cuerpo nos empezó a decir que entre una mujer y un varón podía brotar algo
distinto que amistad. Parecido. Comenzamos a noviar que yo tenía catorce y ella
doce. Cuando cumplió los quince le hicieron una fiesta en el galpón, detrás de
su casa. Fuimos todos. Hubo guitarras y cantores. Se bailó lindo. En mitad de
la fiesta nos escabullimos, montamos su yegua zaina y nos fuimos bajo el ombú:
a charlar, a mirar pasar los camionazos que atravesaban lo que ya era ruta y
rozaba todo un extremo de nuestro campo. Bueno, vos sabés, entre camión y
camión, charla va, mano viene, besos, en fin, que fue bueno, muy bueno… allí,
entre las raíces, la vida del árbol, la nuestra creciéndonos, bajo el techo
verde por donde se filtraban pedazos de cielo. Sí. Fue bueno.
* * *
La noche estaba calma y estrellada;
atravesada por el viento que cruza sin tregua las islas. Los dos muchachos
cargados de ropa estaban hundidos en ese pozo inmundo con un techo improvisado
de chapa y humus. Santiago era rubio, flaco, muy alto. ¿¡No serás inglés,
vos, no!? Lo cargaban. Pero no. A pesar de las inclemencias de las últimos
semanas su rostro sugería lozanías. Tenía 18. Juan era moreno de rasgos más
bien grandes, duro, ágil. Con ojos grandotes y negros con brillos que
recordaban la noche pampeana, escurridizos vivaces y despiertos. Tenía 19
recién cumplidos.
En otra trinchera alguien
rasgaba una guitarra. El otro único ruido era el soplo del viento. Frío.
Inhumano. La noche helada y el viento mantenían alejados a los ingleses. Los
dos acababan de aprender qué era eso de estar cerca de la muerte, pero como
eran jóvenes, su charla, en buena parte, era despreocupada. Y ahora en la calma
nocturna tenían tiempo de pensar con esperanza, sentir nostalgias; oír tan solo
el murmullo interior.
Cuando Juan llegó a Malvinas
en el primer contingente ya hacía un año que no veía a los suyos. A Alcira, a sus padres, la casa, el ombú. Era
cabo. Le tenían que dar de baja el 31 de marzo y justo...
Santiago hacía sólo una
semana, pero en Gallegos tampoco había sido fácil. No. Para nada. Desde el 7 de
enero en la colimba y justo...
Intentaba amanecer. El sol todavía no se
había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de una tela algo arrugada,
permitían distinguir el mar del cielo. La bruma de la mañana envolvía el frío.
Poco a poco, a medida que el cielo clareaba, se iba vislumbrando la línea
oscura del horizonte y en el paño verde aparecieron gruesas líneas que lo
rayaban, avanzaban una tras otra, cada cual siguiendo a la anterior,
persiguiéndose.
* * *
La Alcira espera un chico. Me lo dice en la
carta que recibí antes de venir para acá. Me gustaría que fuera varón, pero...
Verlo crecer bajo el ombú, treparme con él y enseñarle los secretos de sus
recovecos y sus misterios. Explicarle mis juegos y mis aventuras tontas de
muchachito tonto... A veces me lo imagino. Imagino su carita, sus manitos
regordetas ¡Espero que sea lindo como Alcira y no jetón como yo! Pero quién
sabe cuánto tiempo tendremos que permanecer acá en este “pedazo de patria” como
dice el teniente, ese que tiene la verba fácil aunque a mí me suena que todo lo
repite de memoria, como si se lo hubiera aprendido antes. ¿No? Y bueno, esto es
así, esto es ahora. Pero pronto nos iremos. Pronto el sargento tocará el
silbato. Marcharemos hacia el puerto. Nos separaremos. Vos irás a la
Universidad. Tendrás profesores con caras importantes. Yo volveré a Alcira, a
mi madre, conoceré a mi hijo y le contaré historias para que se duerma, debajo
de mi ombú.
* * *
El ombú crecía en la
imaginación de Santiago y tomaba la dimensión que le diseñaba el otro muchacho
deshilvanando su nostalgia. Él había nacido en Quilmes, localidad bonaerense.
Superpoblada. Donde siempre habían vivido sus padres y sus abuelos. Los únicos
ombúes que conocía eran: uno que había en ‘El Dorado’, los restos de una vieja
estancia donde ahora había una escuela agropecuaria y otros que vio en
Florencio Varela, “Los veinticinco ombúes”. En el campo donde había
nacido Hudson. Pero esos no eran suyos. Él no tenía un ombú.
El día transcurrió entre
breves escaramuzas. No entendían qué pasaba con la prometida tregua y la
retirada inmediata que les habían asegurado desde el primer día, con
bravuconadas que sólo convencían a los más ingenuos.
En su casa y en el colegio,
Santiago había aprendido a atender la situación por la que pasaba el país. En
la facultad se hablaba bajito; se decía que a los milicos no les quedaba
mucho. Él pudo lucubrar que esta irrupción era un último manotazo
intentando no hundirse definitivamente y salir airosos del horror. Imaginaba
que si hubiera nacido unos años antes o algunos después no estaría allí
enlodado, aterido, maloliente, con dolor de estómago, hambriento. Imaginaba que
por su ausencia, allá, todos debían estar sobrecogidos. Que la gente no saldría
a la calle, qué en el barrio el empedrado estaría callado y su madre esperaría
en la vereda como en la infancia cuando volvía de la escuela y le brillaba el
alma al verla, a pesar de la breve ausencia.
* * *
El padre de Juan sólo
entendía de girasol y ganado. No procedía de ese rincón de la provincia. Era de
San Pedro. Desde que la tomó a cargo, le había dado a la propiedad de su suegro
un progreso notable. La Sombra, en la localidad, era el establecimiento
pionero en la producción de girasol. Después de tres o cuatro buenas cosechas,
les dio a sus cuñados, que tenían otros proyectos de vida, la parte que les
tocaba del campo. Ahora, con su mujer, eran los únicos dueños. Luego sería para
Juan, único hijo, y del que se pronunciaba en Alcira.
La extensión se había dividido en dos
utilidades. Una para la siembra y otra para ganado. Luego se invertía el uso
para recuperar nutrientes. Sólo girasol. La demanda era tanta que se necesitaba
hasta la mínima parcela. El padre de Juan había arrendado terrenos linderos; y
ahora planeaba voltear el ruinoso galpón
de herramientas, que entorpecía los cultivos desaprovechando una porción de
tierra muy fértil por su falta de uso desde mucho tiempo atrás, y hacer uno apropiado a los nuevos
requerimientos, más grande y próximo a la casa. El lugar elegido era el que
ocupaba el ombú. Había que sacarlo.
El padre de Juan era un hombre
convencido que todo tenía que tener un fin productivo. “Un campo es una
empresa – decía – nada debe quedar librado... Nada debe frenar el
progreso, esquivar ganancias” Intentaba que Juan se apropiara de sus ideas
de vida, pero el muchacho se había prendado del ombú de su abuelo y de su
madre. Él se lo inculcaría a su hijo.
Discusiones ásperas detenían
la decisión. Rosa acompañó la oposición de su hijo, pero cuando este se marchó,
la sumisión de años de convivir con ese hombre hosco, inexpresivo, obcecado,
aunque fuerte y emprendedor, cuya única relación profunda e íntima era con la
tierra y su trabajo, pudo más. Él ni siquiera tenía amigos. Ella tampoco había
podido mantener los de su infancia por la parquedad del marido. La llegada de
la Alcira a la casa fue un aliciente para la mujer y la proximidad de un nieto
le reacondicionó la felicidad apagada que se le había terminado de diluir cuando
se llevaron a Juan al servicio militar.
Alcira también se asoció al
gigante de la llanura. Y cuando su suegro anunció la medida drástica, le pidió
que esperara el regreso de Juan. Fue en vano. Al amanecer del 2 de abril
llegaron varios peones contratados. Ante
el horror de Alcira y su suegra, el ombú, gajo a gajo, se fue desdibujando.
Ellas se negaron a mirar y a escuchar y se marcharon al campo de los padres de
la joven.
La carta de su madre fue un
hachazo para Juan. El añoso arbusto de su pedazo de pampa había caído. El ombú
que lo había acompañado a crecer con las ramas cargadas de exvotos imaginarios.
El ombú siempre había estado. Era monumento vivo de la llanura abierta,
generoso, los indios armaban sus tolderías cerca de su tronco y bajo esas ramas
hacían asambleas punitivas. Cuando llegó el blanco para atravesar la tierra en
la funesta y trascendente obra de conquista y colonización, fue parador
natural. ¿Qué le ofrecería a su hijo cuando viniera? ¿Cuál sería el testimonio
vivo de su historia? ¿¡Cómo sin esa sombra de años, donde descansaban su abuelo
y los abuelos de su abuelo cuando regresaban de la labranza!?
La madre le escribía que había
guardado varias semillas. No era consuelo. La mujer con su letra despareja
intentaba pintarle escenas futuras donde con su mujer, el pequeño y Juan, a
cargo del campo, vieran crecer y extenderse el nuevo ombú. No servía. No. Se
necesitaba poco más de un siglo para que el nuevo retoño se aproxime a lo que
fue su progenitor vegetal.
Las olas se elevaban hasta 15
metros. Los vientos eran de 120 kilómetros por hora, incesantes, atravesaban
ululando las prendas húmedas de los soldaditos. Sonaban las sirenas de
bombardeo. En las trincheras se hacinaban los muchachos aturdidos.
Fue un golpe como de un palo
en la frente. La cabeza de Juan dio un tirón hacia atrás y luego reaccionó
hacia delante. Se le pintó un gesto de asombró, un hilo de oscuridad se le
deslizaba desde el centro de la frente hacia abajo, recorriendo despacito todos
los trazos su rostro fresco, opuesto al gesto de espanto de Santiago,
paralizado, con la boca de espanto, viendo a su amigo caer despacio, con la
vista aferrada a la suya como intentando salirse de ese cuerpo frustrado a
través de la mirada y meterse por los ojos en el cuerpo del otro muchacho para
sobrevivir en él.
Santiago había sentido el
silbido y el chicotazo de la bala en la
frente de Juan y emitió apenas un quejido, como si el herido hubiera sido él. Se le fue haciendo una pena grande que le apretó la garganta y le cegó de lágrimas. Miró a su amigo en el fondo de la trinchera con los ojos fijos en él y otra bala silbó cerca de su oído derecho. Atinó a arrojarse sobre Juan, intentando protegerlo, tarde. Lo abrazó fuerte apoyando su cabeza contra el pecho del amigo, murmurando su nombre; le cerró los ojos con sus labios, apretó torpemente su boca contra la boca helada como para darle un poquito de su vida; atraparle todo el calor del aliento, absorberle las palabras que no pudo decir y dar testimonio. Apretó su mejilla derecha contra la izquierda del caído y el sollozo fue creciendo en grito, en llanto compulsivo, en el mayor dolor de 19 años y de los que le quedarían por vivir.
frente de Juan y emitió apenas un quejido, como si el herido hubiera sido él. Se le fue haciendo una pena grande que le apretó la garganta y le cegó de lágrimas. Miró a su amigo en el fondo de la trinchera con los ojos fijos en él y otra bala silbó cerca de su oído derecho. Atinó a arrojarse sobre Juan, intentando protegerlo, tarde. Lo abrazó fuerte apoyando su cabeza contra el pecho del amigo, murmurando su nombre; le cerró los ojos con sus labios, apretó torpemente su boca contra la boca helada como para darle un poquito de su vida; atraparle todo el calor del aliento, absorberle las palabras que no pudo decir y dar testimonio. Apretó su mejilla derecha contra la izquierda del caído y el sollozo fue creciendo en grito, en llanto compulsivo, en el mayor dolor de 19 años y de los que le quedarían por vivir.
* * *
Al día siguiente los hallaron.
Primero creyeron que los dos estaban muertos, pero un conscripto advirtió la
leve respiración de uno de ellos. Costó partir el abrazo que aferraba los
cuerpos. Santiago desde arriba de la trinchera tendió sus manos hacía Juan y
tan sólo gimió:
- No, no. Esperen, esperen. Vamos a llevarlo bajo el ombú.
No le entendieron. Nadie dijo nada. La muerte se había hecho una
maldita costumbre.
Chalo Agnelli
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