“HABÍA UNA VEZ…” DE VERÓNICA VIOLA FISHER
Esa centenaria frase “había una vez” de la infancia, que abría la puerta a hechos de ficción, sucesos fantásticos, principios mágicos se personaliza y encuentra aquí una nueva orientación, se expande hacía lugares insospechados y nos llega en la letra y la voz de Verónica Viola Fisher.
Había una vez una lágrima que era famosa entre todas las lágrimas vivas. Era como una leyenda que decía: en el borde del camino entre la vida y la muerte, está la lágrima agarrada al lacrimal, y no cede. Está viva, sola. Las demás caen, hacia su desaparición, rápida o lenta, saltando al vacío hasta explotar contra la mano o la almohada, o deslizándose por la mejilla, lentamente. Mientras tanto, la lágrima sudaba, y sus gotitas de sudor caían al vacío, dejándola más pequeña. Iba muriendo de a poco. A todo esto, el lacrimal, enamorado de la lágrima, la sostenía, la agarraba, la apretaba contra sí, intentando evitar su muerte. Pero ni los médicos pueden con ella. Finalmente, la lágrima quedo hecha una fibra de agua, ínfima, que humedeció la mejilla, hasta evaporarse, marcándola para siempre.
Ж
Había una vez un libro que había sido leído sólo por su autor. El autor lo tenía muerto en su computadora. Era basura de papelera de reciclaje. Hasta que un día entró un virus en la máquina. Y el virus lo leyó. Entonces, empezó a reproducirlo cientos de veces dentro del sistema. Desde la pantalla se abría el archivo una y otra vez como linos artificiales. El autor quería eliminarlos, y no podía. Arregló la computadora, eliminó el virus, pero le quedaron cientos de esos archivos para eliminar. Uno por uno, cada vez que los eliminaba, decidía que tenía que leerlo otra vez. Hasta que quedó uno, y al instante, fue leído por el autor.
Ж
Había una vez un paisaje hermoso. El paisaje era un paisaje de mar a un lado y morros selváticos al otro. El paisaje según las horas del día, cambiaba de color. El cielo, el mar, llegaban a ser sombras verdes, azules, amarillas. El óleo le quedaba chico, y quiso salirse de la tela. Pero no había espacio en el mundo para él. Los dioses lo mantenían hermoso dentro del marco. Hasta que un día, desde el mar, vino un tsunami. El paisaje inundó entonces el museo.
Nurit Kasztelan[1]
Había una vez una cajita de música. En la cajita de música, los dientes tocaban Para Elisa. Y afuera, una bailarina danzaba. Pero un día nadie más le dio cuerda, y se oxidó. Entonces la encontró una niña. La niña guardaba la cajita de música como un tesoro, y cada vez que le daba cuerda cantaba y bailaba, como si fuera ella la bailarina y ella la música. La cajita de música era inspiradora aún muerta. Así, hay objetos eternos, que se reinventan y dan cosas diferentes en diferentes momentos.
Gentileza Alfonsina Agnelli
[1]Nurit Kasztelan nació en Buenos Aires en 1982. Ha publicado los libros Movimientos incorpóreos (Huesos de Jibia, Argentina, 2007), Teoremas (La Propia Cartonera, Uruguay, 2010), Lógica de los accidentes (Vox, Argentina, 2013; Liliputienses, España, 2014), O amor era um jogo instável (Nosotros, Brasil, 2018) y Después (Caleta Olivia, Argentina, 2018; Liliputienses, España, 2019). Codirige la editorial Excursiones y tiene una librería atípica en su casa: Librería Mi Casa (www.libreriamicasa.com.ar). Ha sido traducida al inglés y al portugués.
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