HUDSON Y LA MADRE

Guillermo Enrique Hudson

… Jamás le dije a mi madre una palabra de mis dudas y agonías mentales. Le hablé únicamente de mis padecimientos físicos. Sin embargo, ella lo sabía todo y yo no ignoraba que ella lo sabía. Y porque ella conocía y comprendía el estado de mi mente, nunca preguntó, jamás sondeó, pero invariablemente, cuando se hallaba a solas conmigo, con infinita ternura, tocaba materias espiritua­les y me informaba de su propio estado. Los consuelos de su fe le daban paz y fortaleza en los reveses y en las ansiedades.

Sabía también que su interés por mí era el más grande, pues no ignoraba la especie de angustias que me presionaban y depri­mían. Mi hermano mayor, tan largo tiempo ausente, apenas había dejado de ser un niño cuando ya se había desprendido de toda creencia en la fe cristiana, jactándose de haberse librado de fábulas de viejas, como decía con desdén. Pero nunca le expresó a nuestra madre nada al respecto. No obstante, ella lo adivinó. Cuando nos hablaba del asunto más caro a su corazón y él escuchaba con res­petuoso silencio, ella comprendía las ideas y los sentimientos del hijo y sabía que él la amaba sobre todas las cosas, pero que no compartía su credo. Mi hermano mayor se había despojado de esas creencias, con el corazón alegre, debido a su perfecta salud, ya que en esa condición la idea de la muerte no pasa por el pensa­miento: la mente rehúsa admitir tal idea y tan remota es, en ese estado, que nos consideramos prácticamente inmortales. Sin esa idea que la hostigue, la mente se conserva clara, vigorosa y libre de trabas. ¿Qué me habría importado ésta, me preguntaba, cuando trataba de buscar la fe, si no hubiera estado sentenciado a una muerte temprana, cuando mi único deseo era la vida, nada más que la vida, vivir para siempre?

Fue entonces cuando mi madre murió. Su perfecta salud de­cayó repentinamente y su fin no tardó en llegar. Pero sufrió mucho y en la postrer ocasión que estuve al lado de su lecho me manifestó que estaba muy cansada y no temía a la muerte y que aun estaría contenta de irse si no fuera por el miedo de dejarme en tan precario estado de salud y con el espíritu torturado. Aun entonces no me hizo preguntas, expresando solamente la esperanza de que sus oraciones en favor mío serían atendidas y que al final volveríamos a encontrarnos. No puedo decir, como podría afirmar en el caso de cualquier otro pariente o amigo, que la había perdido. El amor de una madre para el hijo de sus entrañas difiere esen­cialmente de otros afectos y arde con tan clara y firme llamarada, que parece la única cosa inmutable en esta variable vida terrenal, de tal suerte que, aun cuando ella ya no se encuentre presente, sigue siendo luz y guía para nuestros pasos, y consuelo en nuestras angustias y en nuestros tropiezos.

Me causó gran sorpresa, hace unos años, ver expresadas mis secretas y más queridas intimidades hacia mi propia madre, como jamás las había oído definir antes, por un amigo que, aun cuando joven, se había forjado una posición en el mundo. Él, que nunca había conocido a su madre por haber muerto ella durante su tierna infancia, se lamentaba de que así hubiese sucedido, no solamente por la orfandad de su niñez, sino también y sobre todo, porque más tarde, en la vida, comprendió que había perdido algo infini­tamente precioso que otros tienen: el recuerdo perdurable y forta­leciente de un amor que no se parece a ningún otro de los conocidos por los mortales y que representa casi un sentido y la presciencia de la inmortalidad.

En mis lecturas nada me llega tanto al corazón como un relato verídico del amor entre madre e hijo, uno para el otro, como hallamos en ese sincero libro — del que ya hablé en un capítulo anterior — titulado Historia de mi juventud, por Serge Aksakkoff.[1] Entre otros libros, permítaseme citar la Autobiografía de Leigh Hunt,[2] en sus primeros capítulos. Leyendo los incidentes que narra del amor y compasión de su madre para todos los que sufrían, así como sus actos de sacrificio, he exclamado: iQué parecida a mi madre! ¡Exactamente igual habría procedido ella!”. Daré aquí un ejemplo de su amorosa bondad.

Días después de su muerte, tuve ocasión de ir a la casa de un criollo, vecino nuestro, que vivía en humilde rancho. No se me ocurrió, en ese momento, que no había visto a él y a su familia desde que mi madre falleciera. Al entrar en la habitación, la an­ciana madre del criollo, señora que tenía nietos de mi edad, se levantó de su silla con pasos vacilantes. Tomando mis manos entre las suyas y con lágrimas en los ojos, exclamó: “¡Nos ha dejado! Nos ha dejado; ella, que me llamaba madre por mis años y por su cariñoso corazón. ¡Ella sí que fué mi madre y la de todos nos­otros! ¿Qué haremos ahora?”

Solamente al retirarme y después de haber montado a caballo, se me ocurrió que los recuerdos de la anciana se remontaban al tiempo en que conoció a mi madre por vez primera, a una esposa niña, muchos años antes de que yo naciese. Podía recordar muchos de sus actos de amor y caridad. Cuando una de las hijas de aquella anciana murió, al dar a luz — en ese mismo rancho —, mi madre, que en aquel entonces me criaba, fue a ofrecerle consuelo y ayuda; y al ver que la criatura vivía, la llevó a casa amamantándola junto conmigo durante varios días, hasta que le encontraron una nodriza. Desde que tuve uso de razón, me maravillaba de su tolerancia. Era una santa en vida y de una espiritualidad del más alto grado. Para ella, hija de padres y antepasados de la Nueva Inglaterra, criada en una atmósfera intensamente religiosa, los pobladores de las pampas, entre quienes le tocó vivir, le habrán parecido casi como habitantes de otro mundo. Le Resultarían tan extraños moralmente, como lo eran en su exterior por el idioma, indumento y costum­bres. Sin embargo, pudo adaptarse a ellos, visitarlos y sentirse con toda comodidad en el más humilde rancho, interesándose tanto por sus asuntos como si fueran propios. Su ternura y liberalidad la hicieron muy amada por todos, siendo una pena para muchos que no perteneciese a su fe. Ella era protestante, y aunque nues­tros convecinos no sabían exactamente lo que eso significaba, suponían que tenía que ser algo muy malo. Los protestantes, según algunos, habían actuado en la crucifixión del Salvador, y de todas maneras, no iban a misa ni se confesaban y desconocían los santos, esos seres glorificados, quienes, bajo los auspicios de la Reina del Cielo y en compañía de los ángeles, servían de guardianes a las almas cristianas en esta vida y de intercesores en la eternidad. Deseaban convertirla. Cuando nací, la misma anciana de quien he hablado se dispuso a aprovechar la circunstancia de que yo viniera al mundo el día de Santo Domingo para convencer a mi madre que me llamara como aquel santo, según la costumbre religiosa del país. Si conseguía esto, ella lo interpretaría como un signo de gracia, demostrando no ser su caso un caso perdido, ya que no despreciaba los santos.

Pero mi madre había elegido mi nombre y no estaba dispuesta a cambiarlo por otro, ni aun para complacer a sus humildes ve­cinos y menos por un nombre como el de Domingo, porque, posi­blemente, no existía otro tan ofensivo para los herejes de todas denominaciones.

Esto les apenó mucho. Ha sido ése el único dolor que les ocasionó. Pero la anciana y algunos de sus familiares creyeron que la idea era demasiado buena para abandonarla del todo. Insistían siempre en llamarme Domingo.

La simpatía y cariño de mi madre se apreciaban también a través de la hospitalidad que le agradaba dispensar. Es cierto que tal hábito constituía una virtud en el país, especialmente entre la población nativa; sin embargo, en todas mis andanzas de años subsiguientes sobre esas extensas llanuras, en que cada noche resultaba huésped de un hogar distinto, nunca encontré nada parecido a la hospitalidad dispensada por mis padres.

Una de las cosas más agradables para ellos, era tener visitas o huéspedes con nosotros. También había un buen número de personas de más al sur de la provincia, que en sus viajes periódicos a la ciudad acostumbraban pernoctar en casa, y a veces, pasarse medio día a nuestro lado. No existían distinciones. Los más humil­des, aun aquellos que en Inglaterra se denominan comúnmente '‘vagos”, aquellos a quienes la hacienda les hacía peligroso el andar a pie, recibían tan cordial bienvenida como si fueran exponentes de una clase superior. Nos causaba placer, como chiquilines aman­tes de la burla, tener un huésped de semejante condición para la cena.

Ocupábamos nuestros lugares en la larga mesa bien surtida, y la mirada severa que nuestro padre nos dirigía, nos daba la pauta de la categoría del huésped y su falta de adaptación a los medios. Nos agradaba observarlo furtivamente y escuchar sus desacertados esfuerzos para iniciar y sostener la conversación. Sabíamos, empero, que el menor conato de risa de nuestra parte habría sido una ofensa imperdonable. Cuanto más pobres, raros o ridículos — desde nuestro punto de vista — aparecían los visitantes, más se esfor­zaba mi madre para que estuvieran a sus anchas. Nos decía, cuando nos encontrábamos a solas con ella, que no podía participar de nuestro risueño modo de apreciar los gestos de cualquiera de los rústicos viajeros. Pensaba que cada uno de ellos, probablemente, tendría la madre en algún país distante, y que tal vez aquélla lo recordaría en el mismo momento en que se encontraba en nuestra mesa. Quizá estuviera rezando y pidiendo a Dios para que el hijo ausente encontrase en sus giras un poco de cariño,

Recuerdo muchos de estos huéspedes que nos brindaba el azar. Me referiré a uno en particular, pues él y la noche que pasamos en su compañía, perduran en mi memoria con una frescura parti­cular, y además, como un recuerdo predilecto de mi madre.

Tenía yo entonces de nueve a diez años. Nuestro huésped fue un joven español, buen mozo y con una expresión y modales muy simpáticos. Iba en viaje de Buenos Aires a un lugar de nuestra provincia, que distaba sesenta o setenta leguas más al sur. Después de pedir permiso para pernoctar en casa, explicó que tenía sola­mente un caballo, pues le agradaba más viajar así, que no a la usanza criolla, en que con la tropilla por delante se galopa furio­samente desde el aclarar hasta el obscurecer, mudando caballos cada tres o cuatro leguas. Con un caballo solo se debía andar con calma, tomándose frecuentes descansos. Por otra parte, le agradaba ser huésped en diversas casas al solo efecto de alternar con sus moradores.

Después de la cena, durante la cual nos encantó con su con­versación y su castellano puro y armonioso, formamos una rueda delante de la estufa alimentada con leña, en el comedor, cediéndole el asiento principal. Había dicho que tocaba la guitarra y todos queríamos sentarnos donde pudiéramos ver a la par que escuchar. Afinó el instrumento sin apurarse, haciendo muchas pausas mien­tras continuaba la conversación con mis padres, hasta que al fin — percatándose de nuestros deseos — empezó a tocar en estilo musical extraño para nosotros. No interpretó piezas alegres con arpegios y floreos fantásticos, tan usados por los guitarristas crio­llos. Era su música hermosa, pero seria.

Siguió otra larga pausa y continuó hablando. Refirió que las piezas que había ejecutado las compuso su gran favorito, Sarasate.[3] Nos dijo que éste fue uno de los más famosos compositores y guitarristas de España y que escribió mucha música para la guitarra antes de abandonarla por el violín. Como violinista había con­quistado reputación europea. En España, no obstante, lamenta­ban sus admiradores de que hubiese abandonado el instrumento nacional.

Todo lo que refería era interesante, pero nosotros queríamos más y más música. El tocó menos y menos, a intervalos más largos. Luego dejó la guitarra, y, volviéndose a mis padres, les pidió son­riente que le disculparan. No podía seguir tocando. Le atenazaban los recuerdos. Les debía, dijo, contar sus pensamientos. Así se darían cuenta de lo que habían hecho por él esa noche y cómo se lo agradecía.

Pertenecía a una larga familia, muy unida. Durante el invierno, crudo en la zona donde estaba radicado su hogar allá en España, el momento más feliz lo constituía para ellos cuando al anochecer se reunían todos en la sala, delante de un buen fuego de roble. Pasaban las veladas entregados a los libros, a la conversación, a la música y al canto. Naturalmente, desde que saliera de su patria, años atrás, estos recuerdos cruzaron por su mente en varias oca­siones, pero fueron recuerdos pasajeros. Aquella noche se le pre­sentaban de una manera distinta, más que como reminiscencias como un revivir del pasado, de tal manera que, mientras estaba sentado entre nosotros, se veía nuevamente, muchacho en España, al lado del fuego rodeado de sus hermanos y de sus padres. Con tal estado de ánimo no podía seguir tocando. Y le pareció curioso que seme­jante fenómeno espiritual se hubiese presentado por primera vez en un lugar de la grande y desnuda pampa, tan escasamente po­blada, donde la vida era tan dura y primitiva.

Mientras hablaba, todos escuchábamos plenos de verdadera congoja, absorbidos por sus palabras, especialmente mi madre, cuyos ojos se encontraban húmedos de emoción. En muchas opor­tunidades, después, evocó al huésped de aquella noche, que jamás volvimos a ver, pero que nos dejó su inolvidable imagen en nues­tros corazones.

Tal es el retrato de mi madre, como aparecía a los que la conocieron. En mi caso particular existía algo más: un secreto lazo de unión entre los dos, desde que ella mejor que nadie comprendió mi amor por la naturaleza y mi aprecio por todo lo hermoso. Esto me acercaba más a sus propios sentimientos. Así que, aparte y por encima del entrañable afecto entre madre e hijo, teníamos un parentesco espiritual, de suerte que toda cosa hermosa a la vista o al oído, que me llamaba la atención, se me presentaba asociada a ella. He encontrado este sentimiento expresado con toda fidelidad en algunas líneas del Snowdrop de nuestro malogrado poeta Dolben.[4] Si mal no recuerdo, escribió:

“El verano, con todas sus rosas y claveles, / no trae una flor tan amable y que dé a mi mente / tan meditativo descanso como ésta. / El aire de la mañana / al mover apenas sus silenciosas campanillas /  parece susurrar “Hogar”. / A todas las cosas gentiles / a todas las cosas bellas / yo te asocio, madre mía / como parte de ti misma.”

Así lo siento yo también. Todas las cosas bellas y principal­mente las flores. Su cariño por éstas rayaba en la adoración. Su sentimiento religioso le hacía considerarlas como pequeñas y mudas mensajeras del Autor de nuestro ser, o como símbolos divinos de un lugar y de una hermosura fuera del alcance de nuestra ima­ginación.

Me parece que cuando Dolben escribió esas líneas a la campa­nilla blanca, recordaba que ésa era la flor favorita de su madre. La mía también tuvo sus flores favoritas. No fueron ellas las rosas ni los claveles de nuestros jardines, sino las flores silvestres que crecían en la pampa, flores que nunca vi en Inglaterra. Pero las recuerdo bien y si por alguna extraña casualidad me encontrara nuevamente en aquella lejana región, saldría a buscarlas y, viéndolas, sentiría que estaba en comunicación de nuevo con el espíritu de mi madre.

Transcripción Prof. Chalo Agnelli

17 de octubre de 2020 - En época de pandemia

FUENTE

Guillermo Enrique Hudson “Allá lejos y hace tiempo – Relatos de mi infancia” Ediciones Peuser. Junio de 1945. Capítulo “Ganancia y pérdida” Pp. 350 a 357

NOTAS


[1] Serguéi Timoféievich Aksákov (Сергей Тимофеевич Аксаков)Nació en Ufá, capital de la capital de la República de Baskortostán, Rusia, el 20 de septiembre de 1791 y murió en Moscú el 30 de abril de 1859. Fue un escritor, ensayista, crítico literario y periodista del siglo XIX. Su feliz niñez en Nóvo-Aksákovka, entre las estepas vírgenes y la naturaleza lo llevó a escribir en 1858 (Détskie gody Bagrova-vnuka) “Años de Infancia, Historias de mi niñez”.

[2] James Henry Leigh Hunt nació en Southgate, Londres el 19/10/1784, falleció en Putney un barrio del municipio londinense de Wandsworth el 28/8/1859. Fue crítico, ensayista, poeta y escritor. En 1850 publicó su Autobiografía en 3 volúmenes.

[3] Martín Melitón Pablo de Sarasate y Navascués nació en Pamplona, España el 10/3/1844 y murió en Biarriz el 20/9/1908, fue conocido como Pablo de Sarasate, virtuoso violinista y compositor.

[4] Digby Augustus Stewart Mackworth Dolbenn nació en Guernsey, Gran Bretaña el 8/2/1848 y murió en su país natal el 28/6/1867, Fue un poeta cuya reputación se debe a Robert Bridges, quien corrigió cuidadosamente su poesía y  publicó una parte en el año 1911 y en 1932 Three Friends: Memoirs of Digby Mackworth Dolben, Richard Watson Dixon, Henry Bradley


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