GUILLERMO E. HUDSON Y EL ESTORNUDO

Algunos años atrás los diarios de Londres trajeron el relato de la extraña muerte repentina de un vigoroso niño que se encontraba jugando sobre la alfombra cerca de la cual su padre sentado en un sillón, leía su periódico. A raíz de un fuertí­simo estornudo del padre, el niño se desplomó instantánea­mente en el suelo, expirando uno o dos minutos después.

Este incidente me recordó un amigo que tuve en Londres, cuyos estornudos han sido los más formidables que he oído; la casa entera se conmovía como si se hubiera producido la explosión de un barril de pólvora. También recordé otros hechos relacionados con estas sorprendentes tempestades mi­núsculas o "terremotos” a que el organismo está sujeto, así como también la consideración supersticiosa de que el estor­nudo era una especie de advertencia de una muerte súbita que podía ocurrimos en cualquier momento. El hecho es que exis­te la costumbre muy conocida en todas partes, de decir "sa­lud” o algo parecido cuando el vecino estornuda. Recuerdo que esté hábito era muy arraigado entre los criollos de Sudamérica, donde yo nací y me crié.

Un día en mi adolescencia me dejaron solo en un cuarto con un viejo criollo estanciero, vecino nuestro. Se trataba de un hombre corpulento, muy serio y digno, de barbas blancas que me inspiraban temor. De repente comenzó a lanzar estor­nudos, llegando a más de veintitantos, diciendo, después de cada uno, “¡gracias, gracias!”. Una vez que el acceso pasó, clavándome los ojos, encolerizado, me preguntó por qué me había quedado callado. Al no decir "¡Jesús lo ayude!”, podía haber ocasionado su muerte, Es probable que esta superstición ora una herencia de pueblos más antiguos no cristianos.

Es curioso la notable manera cómo difiere el estornudo en su carácter y en el ruido que produce en los diferentes indi­viduos. Los animales, de cualquier especie que sean, todos es­tornudan del mismo modo y es posible que ocurra igual entre los salvajes y pueblos primitivos; pero nosotros tenemos infinidad de variedades, desde el pequeño resoplido semejante al de un gatito, emitido por algunas mujeres, hasta las terribles explosiones de ruidos de algunos hombres que honrarían a un mastodonte o un hipopótamo. Indudablemente nuestra civi­lización, con sus infinitos complejos, que afectan el organis­mo entero, es la causa de esta variedad, pero por lo general cada persona tiene su propia manera individual de estornudar. Mi propio estornudo, se manifiesta como una especie de ala­rido agudo, que va in crescendo y que probablemente resulta desagradable para los demás. "¡Oh, por favor, no!", era la invariable exclamación de mi esposa cuando lo oía, y nunca conseguí convencerla que era tan natural como involuntario. Ella creía que era artificial, y que yo lo había inventado para mí diversión.

Volviendo a mi explosivo amigo, un domingo por la ma­ñana fui con él y otro camarada al Jardín Zoológico y en la pequeña casa que ocupaban los gatos nos ocurrió una curiosa aventura. Habíamos estado largo tiempo observando dos grandes icneumones en su jaula, fascinados en la contempla­ción de sus rápidos e inquietos movimientos, porque eran cier­tamente las criaturas más movedizas que habíamos visto; no quedaban tranquilas un solo segundo, corriendo de un rincón a otro de la gran jaula, saltándose encima y contra las barras de los rincones para volver nuevamente a correr.

De repente mi amigo estornudó y el ruido pareció sacudir toda la casita de los gatos; pero lo que fue verdaderamente digno de ver fue el efecto que produjo en los dos inquietos icneumones. Ambos se desplomaron como muertos por una bala y quedaron sin el más mínimo movimiento o signo de vida, extendidos flácidamente como dos medusas sobre el piso de su jaula. Los contemplamos afligidos y en silencio, mirán­donos luego uno al otro, pensando en la cara que pondría el cuidador cuando llegara a la jaula. 

Lo único que se me ocurrió considerar fue el precio que habrían costado los animales y que alguien tendría que pagar­los, pero mi amigo, que parecía muy asustado, no me contestó nada. Felizmente los icneumones no habían muerto, aunque en realidad habían escapado milagrosamente. Poco a poco recobraron el sentido y saltando y articulando gritos agudísi­mos y terroríficos, se precipitaron al compartimiento donde dormían, al fondo de la jaula, enterrándose entre la paja y allí se quedaron silenciosos e inmóviles. Durante una hora fuimos repetidas veces a verlos, pero los animales no salie­ron más,

El efecto producido por el brusco y explosivo ruido del estornudo es, sin embargo, en algunos casos, menos poderoso que el de la voz humana, y la muerte del niño, producida por la conmoción de un estornudo, no fue tan notable comparada con lo que ocurrió en una chacra cercana a mí casa, cuando yo era joven.

Era una pequeña propiedad situada cerca del pueblo, en la que vivía su dueño, un criollo llamado Blas Escobar, hombre grandote y fuerte que tenía además un ancho y enorme tórax. Vivía con su mujer, un peón y un negrito que le ayudaba en el trabajo de la tierra, sirviéndole también para el manejo de su carreta de bueyes. Escobar, tenía una voz profunda y por lo general hablaba despacio, porque, según sus vecinos, tenía miedo de hacer daño a la persona con quien hablaba sí lo ha­cía en voz alta. Aunque su voz era profunda tenía un tre­mendo alcance, tanto que cuando la soltaba, hablando con el peón o el negrito en el campo o cuando discutía con la mujer, sus vecinos hasta un cuarto de milla o más lejos aún, oían per­fectamente sus palabras y en la primera ocasión que se les pre­sentaba le preguntaban cómo había terminado la discusión: “¿habían encontrado el nido del pavo?”, “¿pensaba matar el chancho el sábado?'’, “¿habían conseguido el ajo para el ado­bo?”, “¿se había convencido de que la mujer realmente necesi­taba un vestido nuevo?”, y así sucesivamente. Esto daba mu­cha rabia a Blas, que no quería creer que le oían desde sus pro­pias casas, y decía que seguramente algún picaro muchachito escondido entre la leña lo escuchaba, llevando a los otros el chisme de lo que había oído.

Un día Blas estaba arando y uno de los bueyes no traba­jaba en forma; el animal se volvía, pateaba y se enredaba en los surcos, hasta que perdiendo la paciencia, Blas lanzó con toda su fuerza un colérico grito que hizo desplomar al buey que cayó como una piedra en el surco, muerto, ante el asom­bro y consternación del chacarero.

Me atrevería a decir que para algunos de mis lectores ha de parecer exagerada esta historia, demasiado exagerada para el alcance de su capacidad de creer; sin embargo, es verdadera y cuando se la relaté a un amigo, hombre de ciencia de pro­fundos conocimientos en fisiología y patología, me dijo que no la ponía en duda, pero que la causa de la repentina muerte del buey se debía a una enfermedad cardíaca y que el animal habría caído muerto aun cuando no se le hubiese gritado.

Puede ser que sea así; pero el pobre Blas, que había lle­gado casi a temer su propia voz, quedó trastornado, porque si un animal grande y vigoroso como el buey podía morir de ese modo ¿qué no le pasaría al negrito, pícaro y desfachatado mentiroso, que temblaba como una hoja cuando él lo repren­día, o a su mujer que con sus tonterías provocaba su cólera y le obligaba a gritar?

Conocí bien a Blas y en todo el distrito en que yo vivía se le distinguía como el hombre que mató al buey con un grito. (1)


1. NOTA DE FERNANDO POZZO

Blas Escobar fue un personaje real. Vivió en Quilmes hace mu­chos años. Me contaban los vecinos más viejos que llegaron a conocerlo, que tenía su chacra cerca de donde está hoy el cementerio de esa localidad. Aun en nuestros días se conocen algunas anécdotas de este singular personaje. Una de ellas, por ejemplo, es la siguiente: Cierto día, Escobar habla enviado al negrito — de quien hace referencia Hudson —, a comprar algunas cosas en el almacén de Silva, distante unas treinta cuadras de su casa (Mitre y Rivadavia). Cuando el sirviente salía del alma­cén situado frente a la iglesia del pueblo, ya provisto de los artículos que fuera a buscar, se oyó de pronto una voz estentórea que, llamando por el nombre al negrito, le decía que le llevara también cigarrillos. Era Blas Escobar que gritaba dando esas órdenes desde su casa.

De “Una cierva en el parque de Richmond” Ed. Claridad, Buenos Aires (traducción y prólogo de Dr. Fernando Pozzo) 1ᵃ Ed. Mayo de 1944 – Cap. XIV Pp. 174 a 177

Para conocer más sobre Blas Escobar ver en el Blog EL QUILMERO del miércoles, 3 de febrero de 2016 “La cochería Escobar, entrevista a don José Escobar en los 25 años de Quilmes Ciudad / 1916-1941”

Compilación Prof. Chalo Agnelli, hudsoniano

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