“BARRIO GRIS” DE JOAQUÍN GÓMEZ BAS


(Una novela de 1952 que transcurre en el Sarandí de las postrimerías de la década del `40, aparecen lugares que ya no están, que algunos alcanzamos a ver en sus últimos estertores y que eran el desfavorable zaguán para entrar a Quilmes.   
Es una pintura de arrabal de un realismo paradójicamente retórico, donde quizá hay algo de Proust en la recreación de las sensaciones producidas en ese estado de gracia que permite al autor entregarlas intactas a los lectores. Es una novela olvidada que fue un éxito editorial en su momento y que vale la pena recuperar para los que aman la literatura imperecedera...)
 Chalo Agnelli
EPÍLOGO PRELIMINAR (párrafos iniciales)
Ya no existe; es decir, no como era. De su estructura y de su índole primitiva casi nada sobrevive. Pero en memoria perdura íntegra su conformación genuina, panorámica y esencial. Sé que ahora es solamente una calle amplia, demasiado grande para la uniforme chatura de su humilde caserío, por donde tranvías sin acoplados circulan, no tan veloces como antes, cuando corrían sobre un estrecho terraplén de doble vía, interrumpido a espacios regulares por las alcantarillas destinadas a absorber los desbordamientos del arroyo lateral.
El progreso, en su incontinente afán de nivelar las cosas y los hombres, arrasó con su pintoresquismo de pueblo suburbano. ¡Sarandí! Pueblo más niño que mi infancia y, como ella, claroscuro de ensueño y realidad, de susurro y alarido, de inocencia y malicia. Aires de cuna, de amor y de sangre. El drama estaba en su seno con el mismo candor que un puñal en la mano de un ángel.
Desde la barrera de la estación del tren hacia el Sur, a lo largo de la pomposamente denominada Avenida Mitre, se achataba su atmósfera auténtica, su caracterís­tica vibración orillera. La farmacia, el comité político, la panadería, el cafetucho esquinero, en donde la muchachada aprendía a clavar el hueso entre clandestinas jugadas de carreras, escuchaba hazañas de guapos legítimos y matones de cartón, y practicaba solemne el desequilibrio de la primera borrachera.
El boliche, con su algarabía nocturna en tomo de las derrengadas mesas de truco; la lechería, con su oxidado mostrador de lata; el local en donde el peluquero trasquilaba sin asco a su poco exigente clientela; el callejón, recoveco siniestro para el atraco o el estupro de medianoche, y en seguida la escuela, con sus tapias de ladrillo encaladas como a propósito para destacar al carbón el nombre de la maestra con el aditamento del apodo denigrante.
El destacamento policial, con su comisario picaflor y coimero y la yunta de vigilantes remolones, cansinos cebadores de mate y ligeros en la maniobra de hallarse justamente en el Norte cuando sonaban los balazos por el Sur.
La Sulfúrica, vieja fábrica de ácidos que alardeaba de su desprecio por las municipales leyes higiénicas vomitando desde su petisa chimenea vaharadas de azufre quemado que carcomían las chapas de cinc de los teja­dos y arañaban los bronquios del vecindario.
Desde la costa lejana, el río de la Plata extendía un tentáculo de treinta cuadras que se adelgazaba bajo el Puente Negro del ferrocarril, se comprimía sumiso en la curva de la alcantarilla grande y se estiraba para­lelo a los rieles tranviarios un trecho más. Reasumía cierta importancia entre los bloques de cemento que re­forzaban los parantes de dos puentes: el exclusivo del tranvía, largo de media cuadra, y más abajo, el que per­tenecía a la carretera del tránsito ligero, rústico y pe­ligroso pasaje cuyo afirmado lo constituían unos tirantes transversales mal sujetos que al paso de los vehículos brincaban violentos, con un retemblar de trueno. Aquí bifurcaba su corriente: el curso más ancho ocupaba entonces la parte derecha de la calle rumbo a Villa Do­minico, y el más estrecho, reducido a un simple vado, cruzaba la calle, junto al almacén El Descanso, y se in­ternaba sinuoso entre la mísera edificación, convertido en un largo zanjón maloliente en donde los desagües de las curtiembres vertían sus residuos infectos.

Yo abandoné el barrio cuando los agrimensores plan­taban sus teodolitos en las calles, en la realización de los trámites precursores de. su transformación. Recuerdo que observé con indiferencia a loe intrusos. Suponía que estaban pasando el rato, sin intención ni autoridad para formalizar lo que anunciaban.
Pero supe después que millares de carretadas de tie­rra arcillosa contribuyeron a la oclusión del arroyo, cenagoso en su natural estado, pero límpido e impetuo­so cuando la sudestada agrandaba en la costa distante el Río de la Plata.
La calle se alzó hasta la carretera, y luego, juntas, cobraron impulso para, colocarse al nivel del terraplén del tranvía. El todo constituye hoy una importante arteria estriada en toda su largura por una plazoleta de césped ralo y amarillento.
Con su moderna investidura, Sarandí cuadriculó su diseño. Es solamente un trecho impersonal en el camino hacia Quilmes. También su gente debe ser otra. Tiene que serlo.
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En 1954, se hizo con esta novela una película dirigida por Mario Soffici. La protagonizaba Alberto de Mendoza. Fue ganadora del Cóndor de Plata en 1955 a la mejor película. Joaquín Gómez Bas (España 1907 – Buenos Aires 1984) fue escritor, pintor y guionista. Miembro de la Academia Porteña del Lunfardo. Su primera exposición como pintor fue realizada en 1958 y varias de sus obras se encuentran en museos argentinos. En 1984 recibió el Premio Konex.

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