"BOULOGNE-SUR-MER: EL FINAL" POR ABEL POSSE
El
señor anciano, el señor argentino, vivía en el piso alto de la casa que le
alquilaba el doctor Gerard, en Boulogne-sur-Mer.
Promediaba
un agosto fuerte, de calores húmedos. Sólo refrescaba en la alta noche cuando
la brisa del mar traía los olores salinos del puerto. La brisa entraba como una
amiga y él la respiraba profundamente. Ya no dormía. Permanecía sentado contra
las almohadas en la penumbra. Pensando. Recordando. Estaba a solas con su larga
muerte. A veces se preguntaba desde cuándo empezó a morir. ¿Desde el fin de
aquella tarde en Guayaquil? ¿Desde 1829, cuando decidió no desembarcar e irse
para siempre de esa patria que empezaba a preferir la anarquía a la grandeza?
Ningún ser sabe con certeza desde qué momento pertenece más bien a la muerte, aunque
crea seguir por la vida.
Hacía
mucho que no recibía visitantes. Esa ingratitud lo eximía de tener que fingir
preocupación por las cosas reales. La fiesta, las angustias, las glorias... le
parecía que no las había protagonizado él, sino otro. Eran como de la vida de
otro.
Tenía
72 años y estaba casi ciego y ya doblegado por los dolores intestinales. Sabía
que los achaques no venían de las cabalgatas terribles a 4000 metros de altura
ni de las vigilias antes del ataque (cuando el jefe necesita eso que Napoleón
llamaba "el coraje de las dos de la mañana"). La enfermedad venía del
universo de chismes y calumnias, de la inesperada pequeñez de hombres de los
que no se había dudado.
Se
quedaba sentado todo el día esperando los embates del dolor. Cuando no los aguantaba
llenaba el vaso con agua y volcaba el láudano ya sin contar las gotas. Juntaba
fuerzas hasta el momento en que llegaría Mercedes, la hija, y entonces se
pararía y fingiría tener energías como para ordenar los libros del estante o
agregar agua para las flores.
Lo
invaden imágenes perdidas: el resplandor verde y caliente de las selvas de
Yapeyú con el portal de piedra de la iglesia jesuítica devorado por las lianas
de la irreductible América. Ese aldeón de tejas, Buenos Aires; ve al niño que
fue, escapándose en el solazo de la siesta de verano (las gallinas picoteando
maíz en los bordes de la Catedral). Ve un teniente coronel, un piano en casa de
los Escalada. Las risas de Remedios, Mercedes, Mariquita, quebrándose como
cristales en el silencio del atardecer.
Ellas,
las mujeres, son las que más retornan. Siguen pareciéndole un misterio. Son las
dadoras de gracia y de vida. Extraños seres: su madre, la melancólica Remedios;
Rosa Campusano, de las noches triunfales de Lima; María Gramajo, y hasta
aquellas gitanas de sus primeras experiencias en sus tiempos de cadete en
Murcia.
Hasta
hace poco podía ir erguido, con su bastón y su chalina, por la calle de la
iglesia hasta la plaza del municipio. Todavía podía comprarse algún cigarro
bueno si había llegado desde Perú su devaluada pensión. El alcalde alguna vez
les había hecho saber a los vecinos que se trataba de un gran general, que
había vencido a regimientos de España que no había podido derrotar el mismo
Napoleón. Todos le decían "le général".
Antes,
cuando todavía podía hacerlo, él mismo iba a encargar carne de vaca que hacía
cortar de una forma extraña. Una vez, el señor Brunet, dueño de la bucherie
chevaline contó que el general había señalado con el bastón la cabeza de
caballo dorada, insignia del negocio, y le había dicho: "No se deben comer
los caballos, señor Brunet".
Sería
porque en algunas noches sus entresueños se llenan de caballos. A veces son las
mulas firmes y astutas en el terrible frío de los roquedales andinos, otras los
caballos cargando por el llano, con los ojos enrojecidos, las crines al viento,
echando espuma. Le parece oler el noble sudor cuando su asistente retiraba la
silla y los acariciaba.
A
veces tiene la suerte de ser visitado por lo que es para el la más noble de las
músicas: el retumbar de los cascos cuando su regimiento azul iba tomando
carrera y ya se ordenaba desenvainar sables y bajar lanzas. Si fuera poeta, si
no fuera tan reservado, trataría de escribir para retener eso que siente.
Trataría de decir que es algo grande, una exaltación suprema de la vida, como
la culminación del amor.
Son
amigos inolvidables. Los caballos del combate, los de las infinitas marchas por
los despeñaderos, los del triunfo (cuando entró en Lima y encontró la sonrisa
de Rosa) o los callados compañeros de la derrota que lo trajeron, con las
cabezas bajas , como apunados, hasta su chacra en Mendoza.
¿Cómo
puede haber gente que coma caballos?
Sabe
que llamarán al doctor Jackson. Si fuera por él, mantendría escondida su
muerte. Es cosa de mero pudor: dicen que el cóndor y el tigre se esconden para
morir.
Por si
viene Mercedes, se esfuerza en sentarse ante el escritorio. Cree adivinar en el
muro el retrato de Bolívar, del que nunca se separó en sus viajes. Hace no
mucho escribió a un amigo: "Es el genio más asombroso que tuvo
América".
Desde
1830 está muerto. Sin embargo, lo siente vivo. Lo ve llegar con su fasto, su
huracán de vida, sus impecables oficiales, rodeado de las mujeres más
espléndidas. "César tuvo que haber sido así." Lo escucha citando
poetas ingleses o filósofos clásicos. Lo ve junto a Manuela Sanz, la
maravillosa amazona, con su casaca de húsar con alamares dorados y su cabellera
negra cubriendo las charreteras del rango de oficial que ella misma se había
otorgado.
Seguramente fue Alberdi, cuando vino a visitarlo, quien le contó que Bolívar dijo que "había arado en el mar". ¿Sí? ¿Hemos arado en el mar? ¿Nunca serán naciones civilizadas?
¿Será
la Argentina para siempre una frustración, el eterno retorno del caos de la
incapacidad?
Escucha
voces desde abajo. Parece que monsieur Gerard dice que es el 17 (él ya no les
encuentra significado a los números del calendario). Sabe que han llamado al
doctor Jackson y hace un esfuerzo para llenar la caja de rapé, que le agrada al
médico. Entonces siente el zarpazo que sabe final. El tigre que lo acecha desde
las fiebres de Huaura esta vez lo venció. Se derrumba en el lecho.
Trató
de calmar a Mercedes murmurando algo como "la tempestad que lleva al
puerto". Se adormece. A veces surgen ráfagas de su filosofía íntima o
atisbos del consuelo religioso. Pero nada agregan a su largo silencio ante la
muerte. Nada puede rozar su misterio. Tiene la majestad de ese Aconcagua que le
parece ver nítidamente recortado sobre el azul helado del espacio.
"¿Hemos
arado en el mar? No, general Bolívar. Tal vez sea poco lo que hemos hecho,
algunas cabalgatas heroicas... tal vez pudimos hacer más. Pero ellos harán el
resto y mucho más, estoy seguro. Le digo que América será. La Argentina
será." En su susurro final había seguramente ya más fe que convicción: la
cruel América, con su politiquería, había destrozado a sus héroes.
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