PABLO Y MATILDE (COLABORACIÓN)
Era yo bastante chico
durante los tempranos
cincuenta, aunque mi hermano mayor Jorge ya me había recitado, hacia
finales de la primaria, a veces junto a Héctor Yánover, “Alturas de
Machu Picchu” y alguno de los célebres “veinte”: poemas de amor y una
canción desesperada. Se juntaban a leer esos versos (y los de Raúl
González Tuñón, los de Nicolás Guillén, los de la España republicana, y
los de Vladimir Maiakovski, Bertolt Brecht, Nazim Hikmet, Nikola
Vaptzarov, Attila József...), a los que sus voces y modulaciones,
inspiradas y militantes, hacían para mí aún más hermosos, y grababan
hasta hoy, y sin saberlo yo, en mi oído, en mi interior, el gusto
esencial por la palabra, el decir, el saber poéticos.
Recuerdo que en aquellos cincuenta, venido desde el pueblo pampeano a
la Capital por algunas vacaciones o visitas familiares, me encontré con
el primer gran acontecimiento cultural de mi corta vida: entretenía a
Buenos Aires, y alimentaba el comentario en los ambientes lectores, el
hecho de que empezaba a circular un libro, recientemente publicado por
una importante editorial como de autor anónimo, con bellos poemas de
amor, que se titulaba "Los versos del Capitán".
Se había creado una suerte
de pesquisa colectiva, porque los iniciados mayores atribuyeron rápida y
avisadamente su autoría a Pablo Neruda, y también rápidamente
elaboraron toda clase de conjeturas para justificar el pretendido
anonimato, conjeturas a la cabeza de las cuales figuraban en un
ineludible primer lugar las simpatías comunistas del poeta.
Los versos, en todo caso, eran quizás los mejores de amor de Neruda
desde aquellos magníficos iniciales, de sus veinte años: “Puedo escribir
los versos más tristes esta noche...” Estos, retomaban aquella
frescura, aquella fuerza, aquel dolor auténtico, aquel ritmo desusado,
pasado ya y ahora por el surrealismo, reconocible: “Todo tu cuerpo
tiene/ copa o dulzura destinada a mí...” (“El alfarero”); “He dormido
contigo/ y al despertar tu boca/ salida de tu sueño/ me dio el sabor de
tierra,/ de agua marina, de algas,/ del fondo de tu vida/ y recibí tu
beso/ mojado por la aurora/ como si me llegara/ del mar que nos
rodea...” (“La noche en la isla”); “Quítame el pan, si quieres,/ quítame
el aire, pero/ no me quites tu risa...” (“Tu risa”); “En mi patria hay
un monte./ En mi patria hay un río.// Ven conmigo...” (“El monte y el
río”).
¿Quién era, también anónima, la enigmática Rosario de la Cerda,
autora de la carta-prólogo, que se dice inspiradora del libro?
Mediante una nota fechada en Isla Negra en septiembre de 1963,
Neruda introduce una “Explicación” que queda en futuras ediciones del
libro, pero la explicación mayor la dará en sus Memorias, "Confieso que
he vivido" años después, póstumamente. Ellas, en efecto, contienen
varias referencias a este poemario, desde una primera del momento en que
estaba viajando por la Unión Soviética y por la República Popular
China: “Durante aquellos días transiberianos se oía por la mañana y por
la tarde cómo Ehrenburg (Ilya) golpeaba con energía las teclas de su
máquina de escribir. Allí terminó "La nueva ola", su última novela antes
de "El deshielo". Por mi parte, escribí sólo a ratos, algunos de "Los
versos del Capitán", poemas de amor para Matilde que publicaría más tarde
en Nápoles en forma anónima”.
La publicación en Nápoles se debe
seguramente a la circunstancia de que el libro fue en su mayoría escrito
y terminado durante una estadía en Capri en 1952, viviendo lo que llamó
sus “andanzas de desterrado”, en épocas en que pendía sobre él la
captura policial ordenada por el gobierno de Gabriel González Videla,
votado por los comunistas chilenos y vuelto contra ellos a partir de su
política de entrega y adhesión a “las democracias occidentales” durante
la creciente Guerra Fría.
Más adelante, en las Memorias, cuenta, conmovidamente, respecto de
sus vivencias en la isla, y de su trabajo de gestación y escritura de
este libro: “...detrás de las grandes murallas palaciegas ocurren todas
las novelescas perversidades que se leen en los libros. Pero yo
participé de una vida feliz en plena soledad o entre la gente más
sencilla del mundo. ¡Tiempo inolvidable! Trabajaba toda la mañana y por
la tarde Matilde dactilografiaba mis poemas. Por primera vez vivíamos
juntos en una misma casa. En aquel sitio de embriagadora belleza nuestro
amor se acrecentó. No pudimos ya nunca más separarnos. // Terminé allí
de escribir un libro de amor, apasionado y doloroso, que se publicó
luego en Nápoles en forma anónima: Los versos del Capitán”.
También en "Confieso que he vivido" se aclararán finalmente los verdaderos motivos
del tan discutido anonimato: “La única verdad es que no quise, durante
mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba.
Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis
manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una
ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a
llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y
no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi
anonimato”.
En la vasta obra de Neruda, hay muchos más poemas dedicados a
Matilde Urrutia o que la tienen por referencia textual aunque no la
nombren ni la expongan ni la oculten, ya que con ella vivió su intensa
relación hasta la muerte, acontecida, como se sabe, pocos días después
de la del presidente Salvador Allende, y fue Matilde quien veló por sus
restos y quien lo defendió de la devastación protagonizada por los
militares. Esos poemas, dispersos aquí y allá, se hallan especialmente
en "Odas elementales", "Las uvas y el viento", "Cien sonetos de amor", "Estravagario"," La barcarola", "El mar y las campanas".
Acaso el más sentido
de todos ellos muy sentidos sea el soneto XCIV de los "Cien sonetos de
amor "(libro que además le está dedicado), “Si muero sobrevíveme...”: “Si
muero sobrevíveme con tanta fuerza pura/ que despiertes la furia del
pálido y del frío,/ de sur a sur levanta tus ojos indelebles,/ de sol a
sol que suene tu boca de guitarra...”.
En todos y cada uno, Matilde va cobrando esa personalidad de la
amante total que vio en ella el poeta, calificada de “madre”, “ráfaga de
rosal”, “amor de otoño”, “presente y futuro”, “Chillaneja fragante”.
Matilde Urrutia era también, como Neruda, del interior, del Sur, de la
ciudad de Chillán, en la región del Bío-Bío, zona de altas cumbres y
nevados, de gran belleza, “tierra de artistas” y de vientos y
movimientos telúricos enormemente destructivos; quizás por eso el poeta
la sintiera de ese modo tan raigal, tan profundo: “La tierra y la vida
nos reunieron”. Ella misma, en sus propias Memorias, relata así su
formación: “Yo creo que mi vida está marcada por la niñez, transcurrida
en Chillán, entre árboles, entre jardines desordenados donde las rosas y
las camelias se mezclaban fraternalmente con las lechugas, los apios
que se levantaban hermosos, solemnes, con sus tallos firmes, erectos y,
al lado de ellos, los ajos con sus tallos débiles, las cebollas nuevas
que tanto nos gustaban, mezcladas con el cilantro, el perejil. Esto es
lo que primará toda la vida; sólo puedo estar a gusto en un ambiente no
convencional”.
Matilde Urrutia falleció el 5 de enero de 1985, en
Santiago de Chile.
Mario Goloboff
Colaboración Iris Gardeliano
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