UN NUEVO APORTE A "LA MAESTRA NORMAL"



 Chalo Agnelli
 Cada una de las conferencias realizadas por EXANQUI, como parte de los eventos conmemorativos del Centenario de la Escuela Normal de Quilmes, fueron positivamente motivadoras. Una de las que despertó mayor curiosidad fue la pronunciado por el Dr. en Educación Pablo Pineau el miércoles 27 de junio Titulada "Género y Docencia en La Maestra Normal, de Manuel Gálvez"
Si bien la descripción de la novela fue aguda y precisa, la  pintura histriónica que logró fijar en la imaginación del numeroso público presente, sobre todo estudiantes del magisterio, fue reveladora.
Alejados del contenido concreto del relato y con mis injustos prejuicios sobre su autor, comenzamos a ampliar la información que pudo ofrecernos Pianeau en el reducido tiempo de una conferencia.
Como integrante de la C.D. de la Bibl. Popular Pedro Goyena, recorriendo archivos y anaqueles dimos con “La Maestra Normal” en una edición de Editorial Tor (Río de Janeiro 760, Bs. As.) de 1924 (circa) Figura como donado por la señora de Elordi. El libro entró en la Biblioteca el 6 de abril de 1978 y consta en el inventario con el Nº  7873.  Pero el mayor hallazgo es que cuenta con una dedicatoria del mismo Manuel Gálvez (1882-1962), “el Pérez Galdós de hispanoamérica”, según algunos críticos, quien escribió:
 
Este libro, considerado aquí casi unánimemente como el mejor de los míos – cosa que yo no creo – es sin duda el que mejor me representa. Tal vez no responda a mis inquietudes actuales - hace 20 años que apareció -, pero representa mi modo de novelar y, sobre todo, mis aptitudes de novelista. Por eso lo he elegido para la pequeña biblioteca que va a ser rifada a beneficio de 'Nosotros', [1] la gran revista que a que tanto debe nuestra cultura y que ha venido a ser una víctima más de los tiempos bárbaros que estamos  viviendo." (Sigue la firma de Manuel Gálvez y la fecha, Junio, 26 de 1934)
La novela publicada por pirmera vez en 1914, no es un ataque al normalismo como algunos pudieron interpretar, por el contrario muestra el aporte imprescindible que la Escuela Normal, con sus perfectibles falencias, y la educación pública diseminó por el país.
La historia apunta sobre manera a la pobreza espiritual de la vida provinciana (en este caso La Rioja) feudataria, sin proyectos, ilusionada y nostálgica de lo que ofrecía la “cabeza de Goliat”, Buenos Aires. El pueblo común, "el indio de ojotas", es ignorado por esa semi-clase media decadente, atada a viejos esquemas, absolutamente perimidos e ineficaces para el nuevo país que se perfilaba. La mezquindad de mujeres y hombres sin otras inquietudes más que la comidilla vecinal y la maledicencia endémica. La envidia la competencia malsana de las Gancedo, “las guanacas”, como las apoda el pueblo. Un caterva de personajes desopilantes como doña Críspula, la dueña del hospedaje donde se aloja el maestro Solís, egresado de la Escuela Normal de Paraná, nombrado para ejercer en la Escuela Normal de La Rioja. 
El tema de la educación y la situación de las escuelas Normales lo conocía bien, aunque no le interesó la pedagogía, desde que en 1906 fue nombrado inspectro de eseñanza secundaria y normal. Tuvo este puesto durante 25 años hasta su jubilación.
Gálvez y María Elena Gaviola
Los protagonistas Julio Solís y Raselda Gómez están marcados por su origen, ambos nacidos fuera de los “cánones de la religión y de las normal sociales estereotipadas", o sea, la moral de esa época; fines del siglo XIX que podemos extender a las primeras cuatro décadas del XX.
La situación de desmerecimiento, de marginación, de usufructo que se hacen sobre la mujer; la  condición de inferioridad que la pone el sistema social en general. La situación de la mujer interesaba mucho a Gálvez desde joven, tanto es así que la tesis con la que egresó como abogado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires fue sobre "La trata de blancas".
El único personaje que Gálvez intenta rescatar es a don Nilamón, el médico del pueblo. Un hombre que dentro de su pensamiento conservador, hasta ultramontano y aristocratizante por momentos, tiene resabios de humanidad y de sensatez, que puede advertir y denunciar la mojigatería y la ignorancia de la época. Quizá sea el personaje que representa autor, al pensamiento que Gálvez tenía de su época, de la sociedad de su tiempo, del catolicismo, de la política y de la educación. Quizá su discurso contra el normalismo termina resultando a favor del mismo en una lectura actualizada del  discurso, que, por cierto, Gálvez no previó.
La novela, de fuerte contenido social, como practicaban los escritores argentinos adscriptos al "Grupo de Boedo" - si bien Gálvez no fue del todo bien visto por algunos miembros de este Grupo por su nacionalismo clerical, patricio y decididamente antizquierdisata - , es un aporte a la historia social pues muestra que esa sociedad argentina de las primeras dos décadas del siglo XX, estaba muy lejos de ser el país idílico que publicitó la clase dominante, la oligarquía que festejó con gran boato de Centenario. Y es necesario advertir que Gálvez no estaba enrolado en ningún revisionismo (todavía no se afianzaban esas dicotomías)
 Los párrafos que se transcriben a continuación, pintan en sí toda la obra, según el parecer de un hombre de este tiempo, tan dispar a aquel de principio del siglo XX:
 
ALGUNOS PÁRRAFOS ILUSTRATIVOS DEL PENSAMIENTO DE UNA ÉPOCA.
— ¿Ha visto, señor Director — preguntó con sorna Pal­marín — lo que dice El Constitucional, de esta tarde?
—No leo papeluchos ni pasquines — contestó el Director con sequedad y firmeza y apretándose el hígado con una mano, incomodado por los gases.
Palmarín era uno de los más temibles enemigos del Direc­tor. Le combatía con saña, con refinamiento. Palmarín no tenía motivo personal para odiarle, pero entre, el Colegio y la Escuela existía una vieja rivalidad, que el Director había contribuido a aumentar.
Palmarín le detestaba en nombre del Colegio, en nombre de la ciencia libre, "de la alta cultura", pues la Escuela, según él, era la encarnación de la ciencia dogmatizada y pedagogizada. El Director, a su vez, sentía repugnancia por un establecimiento donde los métodos no se tenían en cuenta. Además, el Colegio era, según el Director, "un antro de inmoralidad, una podre".
Los muchachos del Colegio conocían todas las corrupciones. Iban a la confite­ría, jugaban al billar, andaban siempre detrás de las muchachitas y algunos hasta frecuentaban ciertos ranchos. Se es­tacionaban insolentemente, sin respeto a la autoridad del Director, en la esquina de la escuela para ver pasar a las niñas. "Ligaban" con ellas y trataban de seducir a las más humildes. Pues las autoridades del colegio, indiferentes, ni intervenían para cortar tales escándalos ni le dejaban a él intervenir.
Palmarín se complacía en soltar pullas contra la escuela. Era el único hombre en la ciudad que carecía de to­do respeto hacia el Director. En su presencia contaba cuen­tos verdes, que don Nilamón aplaudía; relataba las diabluras de los alumnos del Colegio, lo que exasperaba al Director; y hasta se permitía de vez en cuando hacerle víctima de sus bromitas. Una de sus burlas habituales consistía en publi­car en El Constitucional sueltos anónimos en los que criticábanse abusos o escándalos de la escuela. Después, a la noche, se presentaba en la botica, y, en las narices del Direc­tor, los leía solemnemente, declamatoriamente.
Las palabras del Director le hicieron declararse ofendido. El Director, que era de otro pueblo, insultaba a La Rioja.
El Constitucional era el periódico más serio, mejor in­formado que desde hacía muchos años hubo en la ciudad. Es­taba bien escrito, publicaba telegramas auténticos de Bue­nos Aires, y aparecía tres veces por semana. La importancia de El Constitucional no podía ser negada sino por mala fe. Era con relación a La Rioja lo que La Nación o La Prensa con relación a Buenos Aires.
— Es nuestro gran órgano, señores —, clamaba Palmarín en la vereda, en pie, con el sombrero en la mano, y agitan­do el periódico que había sacado del bolsillo.
Y como nadie le seguía en su indignación, agregó, con tono disuasivo:
— El Director nos ofende en el alma afirmando que nuestro mejor diario, el diario de que nos enorgullecemos, es un mise­rable pasquín y que este noble pueblo...
Se interrumpió para mirar a todos como pidiendo aproba­ción.
—  ... que este pueblo tan noble, señores, no maraco otra cosa...
El Director, con voz flaca, pidió la palabra.
Sin duda ese joven — así designaba a Palmarín por no nombrarle y por no hablar con él directamente — no le había oído bien. El no dijo nada de eso. Recordó sus palabras textuales y aseguró que en ellas no había ofensa para el pue­blo riojano. Repetía que El Constitucional era un papelucho.
Palmarín preguntó a los tertulianos si creían semejante cosa. Pérez confesó que a él le divertía enormemente. La vida social era una delicia, sobre todo cuando había acrósticos, siluetas, crónicas de casamientos. La parte política no le satisfacía del todo. Ponían demasiada pasión.
—Quie... quie... quie... ren hacer tab... bla rasa de las instituciones — exclamó Pérez indignado y pegándole con el codo a Solís.
Don Nilamón, que complacía en contradecir al Director, manifestó que a él le gustaba El Constitucional. Era un periódico sin pretensiones, meritorio, sensato. Escribía en él Araujo, Miguel Araujo, un muchacho inteligente, sesudo.
Y usted don Numeraldo, ¿qué opina? — preguntó Pérez.
- ¿Eh? Este...
Don Nume reconcentró todas sus potencias y se abismó en la hondura de su pensamiento. Palmarín quiso decir algo, pero don Nume lo evitó, levantando la mano como quien ataja un carro.  Pensó un minuto más y luego, acentuando sílaba por sílaba preguntó:
- ¿Qué dice esa hoja?
Palmarín comenzó por pedir un cigarrillo. Había dejado los suyos en lo confitería, sobre una mesa; Solís se lo dio. Luego desdobló el periódico solemnemente. El Director se repanti­gó en su silla con supremo desdén y miró el techo, como quien resuelve hacerse el sordo.
Palmarín no veía las letras a cau­sa do la oscuridad, pues la luz de la luna era insuficiente.
Pérez encendió un fósforo y le iluminó el papel, operación que repitió varias veces, lleno de aspavientos al quemarse los dedos hasta el fin de la lectura.
Palmarín, haciendo valer todas las palabras, con voz lenta y en tono misterioso, leyó el suelo siguiente: "Educacional. Circulan alarmantes díceres sobre gravísimas inmoralidades ocurridas en la Escuela Normal. Se afirma que el protagonista en uno de los escándalos más  sonados es un profesor de la casa. ¿Por qué no interviene el gobierno provincial denunciando al de la Nación tales enormidades que son mengua y desdoro de la cultura de este pueblo? Las autoridades del establecimiento nada hacen por detener el mal y viven absortas en sus métodos y pedagogías. En cuanto a la oligarquía que nos gobierna, ya sabe el pobre pueblo que nada puede esperar de ella. Es preciso que el Ministerio nacional ordene una prolija investigación. Parodiando al poeta, diremos que algo huele a podrido en Catamarca".
—¡Qué bagual! — exclamó don Nilamón riendo a carcaja­das y dando patadas en el suelo. —- ¿En Catamarca, dice, che?
—Así dice — contestó Palmarín como si tal cosa, después de cerciorarse en el periódico.
 —Pero, ¿y por qué en Catamarca'? — preguntó Solís. —Yo creo que es una alusión al Director, que es catamarqueño.
— ¡Claro, hombre, qué más iba a ser! — decía don Nila­món, riendo con todas sus ganas.
—Muy bueno, muy bueno — tartamudeaba Pérez mientras el Director le fulminaba con los ojos.
Da lectura había producido el efecto que Palmarín desea­ra. Don Nume, consternado, no pensaba sino en utilizar su prudencia y su seso a fin de impedir todo acaloramiento intempestivo.
El Director, por primera vez en ese verano, su­daba a mares. De buena gana hubiera abofeteado a Palma­rín, pero pensaba que, felizmente, había pasado la edad de la barbarie, los tiempos metafísicos de violencias y supers­ticiones. Se hamacaba en su silla con señoril calma, mientras los gases se le multiplicaban por el disgusto. Miraba a sus contertulios con despreció, incluso a Solís cuyas sonrisas ha­bía ya notado.
—Y... ¿de qué se trata, señor Director? — preguntó Pal­marín con la mayor naturalidad.
El Director le miró indignado. Tenía deseos de levantarse, de hacerse el desentendido; de insultar a Palmarín. Prefirió contestar, pensando que, aunque fuese a costa de su salud, no vendría mal poner los puntos sobre las íes. Y con la voz aflautada por la ira, levantando el dedo, profirió solemne­mente:
—Debo advertir a ese joven que el Director de la Es­cuela Normal de maestras, profesor Ambrosio Albarenque, no necesita las indicaciones de los periódicos para cumplir con su deber.
Palmarín explicó. El no dudaba de la diligencia del Director en los asuntos de disciplina y moralidad. Había oído decir cosas atroces, que él no creía, ¡qué esperanza! Y si deseaba saber la verdad, la entera verdad, era para refutar a los maliciosos. Se consideraba amigo del Director, vivía como él consagrado a los afanes de la enseñanza y no quería que circulasen falsas noticias sobre un establecimiento de educación. Era cuestión de patriotismo.
Ustedes saben que los diarios cambian a veces las co­sas ...
- ¿Y qué has oído? — preguntó don Nilamón.
- Les contaré... — dijo tomando una silla.
Decían que una celadora había patrocinado las  relaciones ilícitas de un profesor y una alumna de cuarto año; que varías alumnas se hallaban en cinta y asistían a la, escuela “exhibiendo el fruto pecaminoso”; que más de una niña acudía por las noches a verdaderas orgías que se celebraban en los ranchos.
El Director pidió la palabra.
- Todo cuanto se acaba do decir es un tejido, una red de mistificaciones y de inexactitudes. Me explicaré. Pero procedamos con método.
Hablaba con parsimonia y firmeza. Pero estaba nervioso. Las acusaciones se referían a hechos ciertos aunque modificados. Tenía la razón de su parte y previendo su triunfo, dejaba asomar a veces una sonrisa. Su frase salía pulcra y lenta, Accionaba discretamente con el brazo derecho y formaba un cero con el índico y el pulgar.
- Sí, señores, vuelvo a repetir que nada de ello es exacto. La celadora a que sin duda se refería el suelto era una mujer excelente, ya entrada  en años, con largo tiempo en la escuela, muy celosa en el cumplimiento de su deber. Lo que había sucedido era lo siguiente: Hacía seis meses, no tanto, sólo cinco y medio, una alumna de familia humilde, parienta de la celadora, había comenzado a aceptar los  "vergonzosos” galanteos de un profesor. La celadora se irritó por tal audacia e impulsado por el deseo directorial amonestó a la “incauta niña”. Pero esta no cambió su conducta y la dirección se vio obligada a expulsarla. En cuanto al profesor, había sido apercibido mediaste una severa nota. En las vacaciones, y no siendo alumna de la escuela dicha niña, el profesor continuó cortejándola. Se había dicho por ahí  que entró una noche en l casa y en el cuarto de la muchacha. No constaba que fuese exacto, pero ya se habían iniciado las averiguaciones necesarias. De todas maneras, por nota de la fecha, se solicitaba al ministerio la destitución  del profesor.
- Esto es lo que hay respecto al primer punto. En cuanto a las orgías...
- ¡Qué orgías ni que badajo! -  interrumpió don Nilamón que no podía más.  
Y levantándose furioso, golpeando el suelo con el bastón, increpó al Director.
— ¿Con qué derecho se entromete en la vida privada de sus profesores? Si la muchacha no es ya alumna de la escuela, ¿qué le importa a usté lo que el profesor haga con ella? ¿O quiere usté que sus profesores sean castos como las camisas de sus colegialas?
Y volviéndose a la vereda se sentó refunfuñando. Luego es­garró y envió la escupida como un balazo, hasta el medio de la calle.
— Los profesores — repuso el Director dogmáticamente — deben ser ciudadanos modelos. — ¡Bah, bah, bah, músicas! — decía don Nilamón, abani­cándose violentamente con el sombrero.
—Si ellos — continuó el Director — se conducen incorrec­tamente, los jóvenes, en estos pueblos donde todo se sabe, ampararán sus vicios en los ejemplos que vienen de arriba.
Y agregó, triunfante, mirando de reojo a Palmarín:
 — Por eso si el Colegio Nacional parece... una cueva de corrompidos, ¿a qué se debe sino a la inmoralidad de aquellos que debieran ser inmaculados?
Palmarín protestó. El no era un San Luis Gonzaga, pero tampoco un corrompido. Quería defender al colegio de "las calumniosas y antipatrióticas imputaciones" del Director, demostrar que allí se respetaba el decoro y la moral, convencer al Director que...
— ¡Silencio, mocoso! — interrumpió don Nilamón. — ¡Bas­ta de barbariar!
Palmarín, habituado a las expresiones de don Nilamón, que le había visto nacer, lejos de darse por ofendido, dejó la palabra al médico.
Don Nilamón se desató. Parecía que cuanto iba diciendo lo tenía guardado desde hacía tiempo y que aprovechaba la oportunidad para desahogarse. Hablaba a borbotones, atropellándose, dando manotadas. Se levantaba, se sentaba, se abanicaba furiosamente. De cuando en cuando se volvía, pa­ra escupir hasta el medio de la calle. Amenizaba su oratoria con gran gasto de ternos, que incomodaban al Director casi tanto como sus gases.
— La escuela no debe invadir el hogar, señor Director -, es el hogar, en todo caso, lo que podría invadir la escuela. An­tes, los directores de colegios jamás pretendieron reglar la conducta privada de los maestros. Todas estas novedades las ha traído el normalismo, ¡badajo!
Y se despachó contra el normalismo.
El Director pasaba momentos de angustia; los gases le ahogaban. Sentía frío, aunque la noche era sofocante, y tuvo que ponerse el sobretodo. A cada rato miraba el reloj. En cuanto a don Nume, ni veía ni oía. Su sola preocupación era que llegase el momento oportuno para ejercer su prudencia.
- ¡El normalismo es la peor plaga que puede invadir a un pueblo joven! - clamaba don Nilamón. En el orden de la cultura el normalismo significaba el pre­dominio de la enseñanza primaria sobre la universitaria, la muerto do los altos estudios, la desaparición de aquella aristocracia cultural que sé llamó el humanismo. Con la invasión de los pedagogos y los primarios, verdaderos primarios, ya no se quería que el país tuviera sabios escritores, artistas, filósofos, humanistas: sólo quería tener escueleros. ¡Escuelas y más escuelas pedían los bárbaros a coro y combatían la creación de nuevas universidades. Lo quo interesaba a los políticos, a los mediocres, al periodismo, era que todas las gentes del país supiesen leer, hasta el indio de ojota. ¡Enseñar a leer a gente que no ha de leer en su vida! ¿Para qué le servirá eso? En cambio les servirá que haya en su provincia algunos hombres de saber. Estos harán construir caminos, puentes, contribuirán a mejorar las condiciones de la vida. La gloria de los pueblos no dependía de que el rebaño supiese leer, sino de valimiento de algunos de sus hijos.
- Estamos en una era científica – sentenció el Director.
- Mediocre, querrá decir – contestó el médico.
Y continuó con el normalismo que propendía, según él, a la más pretenciosa forma de cultura. Un poquito do todo, pero, eso sí, todo muy bien ordenado y encajado en la cabeza. En el orden de las instituciones el normalismo llevaba a la anarquía. Enemigo de la familia, por idiosincrasia y rivalidad de predominio, prescindía por completo de la autoridad paterna. Todo era el maestro, “la señorita”. Había libros de lectura para los niños, escritos por pedagogos, donde en las trescientas páginas no se nombra una sola vez ni al hogar ni a los padres. En su pedantería científica, los pedagogos eran enemigos de la libertad de enseñanza. Si por ellos fuese, se llegaría al monopolio por el Estado. Ellos quisieran que el Estado se apoderara de los niños en cuanto sale del vientre de la madre. ¡Iniquidad más grande! ¡Privar a un padre el derecho  de educar a su hijito, formar su espíritu, de inculcarle las ideas y creencias que él cree merares y que considera lo único fundamental de la vida!
- ¡Inexacto!— exclamó el Director amagando un gesto oratorio. — Los profesores no pretendemos semejantes cosas. Ha dicho Comte...
-Permítame, señor -  terció Solis - Soy maestro y puedo afirmar que tales opiniones son comunes entre nuestros colegas.
- Claro que lo son, ¡qué badajo! — apoyó don Nilamón. En lo moral ocurría algo peor. Como el normalismo era lai­co, anticlerical y dogmático, no admitía la moral basada en principios religiosos. ¿Con qué la reemplazaba? Más o menos con las mismas reglas morales, pues no las había mejores, pero basadas en nada, en el criterio de los hombres. Edi­ficio sin cimientos, se derrumbaba fácilmente.
Las muchachas, a quienes en diez años no se les había inculpado los principios religiosos, se encontraban indefensas. La pedantería norma­lista hablaba de educar la voluntad frente al catolicismo que, según ellos, sólo cultivaba el sentimiento. ¡Y qué voluntad ni qué ocho cuartos, badajo! Era ignorar a nuestras mujeres, no ver que en aquellos pueblos donde hacía tanto calor no podía haber voluntad que valiera. Las pobrecitas mucha­chas, tan tiernas, tan buenas, tan débiles, creían que podían confiar en sí mismas, según la doctrina de la escuela. Y si alguna vez se hallaban en un momento difícil, no contaban con un Dios a quien temer, ni siquiera con un infierno que les evitara la caída.
- ¡La... la... verdad! — exclamó Pérez. — Habló co... co... mo un libro.
El Director reconoció; que los hechos eran exactos. Pero ¿en dónde estaba la culpa? En la enseñanza anticuada, en los prejuicios. Si se practicará la coeducación de los sexos, si se enseñara minuciosamente la reproducción, las niñas no tendrían curiosidades malsanas que...
- ¡Bah, bah, bah! ¡Pamplinas!
¿Qué era la coeducación de los sexos y la enseñanza de 1a reproducción? Imaginaciones de vulgares ninfómanos, nada más. Había mujeres tan viciosas qe sentían placer sexual escribiendo en favor de esas teorías [...]
- El doctor Arroyo nos tiene poca simpatía a los normalistas — dijo Solís sonriendo.
 - Individualmente, no; tengo infinidad de amigos norma­listas.
Lo que "le daba en los nervios" era el sistema. Ah, y fal­taba lo más divertido: la literatura de los normalistas. Desde el punto de vista estético el normalismo significaba, la or­gía del mal gusto; la apoteosis de la pedantería, el lugar co­mún convertido en sistema. Los maestros literatos carecían de cultura clásica y escribían en un estilo desorbitado, hueco y cursi.
En ciencia, el normalismo conducía a las pseudo-ciencias a las ciencias “de macaneo”: la sociología, la psicología experimental.
- ¿Me permite, doctor Arroyo? — preguntó Solís.
- Cómo no, mi amiguito, diga lo que quiera.
Solís declaró que él, aunque maestro normal, estaba de acuerdo con don Nilamón en cuanto al espíritu del norma­lismo. ¿Pero no creía el doctor Arroyo que se encontrarían análogos o peores defectos analizando el espíritu de la medicina o de la abogacía?
- Es probable — contestó don Nilamón naturalmente.
Para Solís no había duda alguna. La práctica de una pro­fesión acaba por modelar a quienes la ejercen en un sentido casi siempre opuesto al verdadero espíritu de la profesión. Nada más noble que la ciencia del Derecho — su fin es de­fender la justicia —- y nada más innoble y utilitario que el ejercicio de la abogacía. Los abogados eran en su mayoría hombres sin ideales y sin moral. Un abogado valía más cuanto más experto fuese en las triquiñuelas del oficio. ¿Y los mé­dicos? ¿Y los sacerdotes?
- Por ahí, por ahí — dijo el Director, señalando con el dedo.
- Los profesores normales — continuó Solís — más que los maestros, son algo pedantes.
Creían ser sacerdotes de la ciencia, pensaban que sólo ellos eran capaces de enseñar, como si el enseñar fuese otra cosa que un don, una aptitud personal.  Pero don Nilamón atribuía demasiada importancia a la escuela en la formación de nuestro espíritu.
Y exclamó, con acento casi declamatorio:
- Es la vida, la vida múltiple y compleja, lo que en realidad forma el carácter y el espíritu.
- ¡Inexacto, inexacto! - clamaba don Nilamón.
El Director estaba escandalizado por las palabras de Solís." [...] [2]
RASELDA GÓMEZ 
Así describe Gálvez a la Maestra Normal de este relato:
“Solís observó a Raselda. Tenía un tipo muy provinciano. De estatura mediana, más bien baja, no carecía de cierta elegancia natural. Era bien formada y repleta de carnes sin llegar a ser gruesa. Cuando caminaba, sus senos, redondos y blandos, mal sujetos por los amplios corsés que se usaban pe en los pueblos, se movían con movimientos bien percpetibles. Su rostro era en óvalo y de ese color tostado, de un moreno suave y cálido, tan común entre las provincianas. Manos y pies pequeños, cabellera abundante y oscura, ojos negros  profundos. Había en su rostro expre­sión de bondad. El pausado movimiento de sus párpados tornaba lánguida su mirada. Los labios eran un poco grue­sos; en el superior aparecía un vello suave. Hablaba con voz dulce y acariciante y tenía muy pronunciada la tonada local; se comía las eses. Su piel parecía tibia y húmeda. Solís no dudaba que fuese un temperamento pasivo, sentimental, quizá soñador."

 
Manuel Gálvez dejó treinta novelas y libros de poesía, ensayos, memorias y biografías. Se hicieron películas con algunas de sus novelas como "La muerte en las calles" de Leo Fleider, también de "Nacha Regules" de 1950, dirigida por Luis César Amadori con la actuación de Zully Moreno y Arturo de Córdoba. En 1996 Carlos Orgambide dirigió "La Maestra Normal", con la actuación de Carolina Fal. Gálvez tuvo mucho interés por el cine, incluso inició un proyecto con Horacio Quiroga de crear una empresa cinematográfica.
 Investigación, compilación y argumentación Prof. Chalo Agnelli

Ver en el blog EL QUILMERO: “EL PEDAGOGO PABLO PINEAU EN EL CENTENARIO DE LA ESCUELA NORMAL” del jueves, 28 de junio de 2012. Etiqueta LA ESCUELA NORMAL

REFERENCIAS

[1] Como toda generación o grupo literario de cierto relieve, la llamada generación del Centenario tiene sus canales de expresión conjunta, sus revistas. Así, Ideas y Nosotros, que a grandes rasgos se presentan como el vocero inicial y la vía de consolidación literaria respectivamente. En ambas publicaciones tiene Manuel Calvez destacada participación. Junto con Ricardo Olivera, dirige Ideas a través de su corta y fecunda vida: 1903-1905. Los colaboradores de su primer número son Alberto del Solar, Ángel Estrada, Martín Gil, Eugenio Díaz Romero, Guillermo Leguizamón y Emilio Ortiz Grognet; en las secciones permanentes, Julián Aguirre (música), Martín Malharro (pintura), Juan Pablo Echagüe (letras nacionales) y Manuel Gálvez (teatro); también Emilio Becher y Olivera,
que escribe las semblanzas de los colaboradores y el artículo programático, Sinceridades. Aparte de los nombrados, en números posteriores participan tanto algunos autores consagrados como Amado Ñervo, Eduardo Wilde, Alberto Williams, Paul Groussac y Ricardo Gutiérrez, los dos maestros más directos: Almafuerte y Sicardi, como las nuevas figuras que surgen: Carlos Octavio Bunge, José Ingenieros, Florencio Sánchez, Manuel Ugarte, Ricardo Rojas, Alberto Gerchunoff y Atilio Chiappori, entre otros. El gran odiado es Miguel Cañé, y en menor grado, Calixto Oyuela, Estanislao Zeballos y Lucio Mansílla. En Nosotros, cuyo primer número lanzan a la calle en agosto de 1907 Alfredo Bianchi y Roberto Giusti, Gálvez apenas si colabora durante los primeros cinco años, pues sus frecuentes viajes a las provincias y al extranjero lo mantienen bastante alejado de la bulla porteña, pese a los cual entre 1908 y 1909 resulta asiduo concurrente a los almuerzos que organizan redactores y colaboradresw de la revista. Pero recién en 1912, que da a conocer en "Nosotros" un capítulo de "El solar de la raza", comienza su vinculacion directa con la revista en la que tendrá a su cargo la sección bellas artes. Luego se aparte porque las ideas socialistas de la mayoría de sus colaboradores se contradecía con su catolicismo militante.  (“La actuación de Gálvez en Nosotros e Ideas”. Revista Capítulo de la Literatura Argentina Pp. 873 a 887)
[2] Pp. 34 a 41. de la edición mencionada.

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