EL BLASÓN DE ANTONIA


A Alejandro, a Fernando, a los suyos
y a todos los que están en nuestro árbol.
Antonia descendía por escalera caracol de hierro forjado. Venía de tender la ropa blanca después de la lejía mensual. En el primer descanso entró en el cuarto de Alfredo, el menor, y colgó el saco oscuro en el ropero. Él lo había dejado al sol para borrarle el unto de tabaco que se le pegaba en el boliche. Cuando bajaba o subía los escalones breves, se agarraba la falda con dos broches para acortarla y evitarse tropiezos. Uno de los broches se desprendió y cayó junto a la cama; se agachó para tomarlo y vio debajo varios ejemplares de “La Protesta”. Con dos dedos tomó uno y lo levantó hasta sus ojos. Puso la ropa sobre la cama, sacó sus impertinentes del bolsillo superior del vestido y se sentó a leer.
***
Tenía una idea muy suya de las cosas. No las compartía ni las discutía. No valía la pena, pues no pretendía convencer ni la convencerían de cambiarlas. Ni siquiera con su marido, socialista romántico, entraba en disquisiciones. En Italia había visto demasiada impiedad de unos sobre otros. De su misma familia, devastando a los campesinos que cuidaban las moreras, y a ella y sus hermanas pequeñas que hilaban la seda, torcida sobre los husos, diez o doce horas, por pocas monedas. Se enriquecían unos y muchos se sostenían en la pobreza para continuar el ciclo.
Era una mujer de mediana educación, una educación que le habían impartido los curas y las monjas de su parentela, quienes también la habían impregnado del suficiente fastidio y la paradoja de repudiarlos hasta el punto de afirmar sin tapujos que eran: “enemigos de la humanidad... sobre la piel de la historia está la pústula sangrante por los pobres y de seguro que junto a ellos hay un cura o una monja hincados y hurgando con una daga”.
Pero en su fuero interno lo más fecundo que adquirió, atenta al entorno, fue su espíritu inquisitivo y crítico. Tan inquisitiva como los mismos eclesiásticos que repudiaba. 
Nadie logró hacer de ella una mujer sumisa como su madre Donna María, sus hermanas, primas, casadas todas contra su voluntad y alejadas para siempre de su lugar y su gente. 
Cuando conoció a Alejandro dio por seguro que un nieto de Miser Girolamo de la aldea vecina de Guazzora-Gazzolo, terrateniente, ateo, enemigo de la Iglesia y de los Saboya, nunca sería aceptado por los suyos.
No se demoraron mucho en cuestiones. Después de las primeras escaramuzas amorosas desplegadas a escondidas, impulsó la huida. Juntó cuatro bultos y una noche, ambos de diecinueve años, se marcharon a Génova caminando. Allí realizaron diversos trabajos, esquivando cualquier escrúpulo, y con el dinero que supieron ahorrar meticulosamente y la venta de algunas pertenencias se embarcaron a América, como tantos otros jóvenes que elegían emigrar buscando, unos paz, otros trabajo, todos una vida digna. Eligieron   Argentina, Buenos Aires, donde antes habían llegado paisanos.
La ciudad fue benigna con los recién llegados y pronto alcanzaron una vida desahogada, en el barrio de Congreso. Rincón 345. Para toda la vida.
Pequeñas manos, delgada, ágil. Alta. Negro pelo tirante, reunido en un rodete bajo, rostro afilado, casi pálido, ojos oscuros, vivaces, fisgones, manos impecables, transparentes, siempre al resguardo en sus guantes de tela, blancos; de los que tenía varios pares colgados junto al calentador de la cocina. Manía que le había quedado del excesivo cuidado de sus manos a que la obligaban sus padres para hilar la seda sin producir excesivos cortes por rebarbas en la piel.

No tenía la menor añoranza por su tierra natal: “¿Las nacionalidades?... ¿Las religiones?... ¿Los partidos políticos?... Sólo separan a la gente, cercenan...”Afirmaba segura sin esperar reconvenciones y si se las hacían no respondía se guardaba muy bien para ella cualquier explicación.
Tenían más de veinte años en la Argentina y habían sabido aprovechar las oportunidades para tener una vida digna. Hicieron su casa. Supieron acondicionarla con el buen gusto que Antonia traía de su propia crianza  y con el confort que inauguraba el nuevo siglo. Casi habían perdido el acento, sobre todo Alejandro; en primer lugar, porque eran muy jóvenes cuando emigraron y en segundo lugar porque no mantenían asiduos vínculos con paisanos. 
Reconocía que habían conquistado una provechosa  posición, bastante rápido para ser inmigrantes recientes. Estaban agradecidos al país nuevo, pero ella no olvidaba sus convicciones. Y su inclinación, sea cual fuere la circunstancia, era hacia los vulnerables, sin importarle ni preguntar nunca sobre el pensamiento del otro. No era necesario: “...cuando los pobres estallan es porque la opresión es desmedida; y hay que recordarle al amo, que lo es porque se lo permitimos...” Repetía agraviada, cuando se recuperaba el tema en las sobremesas, y lo zanjaba definitivamente.
El calor de enero parecía estar exorcizando la sorpresiva nevada de junio del año anterior. Y como no se había logrado congelar los ánimos de los ferroviarios, de los empleados del Correo y de otros obreros incentivados por los acontecimientos en Moscú, ahora se iniciaba el año con otros trabajadores en ebullición.
***
Antonia se recogió cuidadosamente la pollera que retuvo con el broche y bajó a la galería cubierta. Se escuchaba “Flor de fango” en la vitrola de Mario, el mayor,  recién llegado de la Academia de Cortadores Sastres, donde aprendía el oficio. Miró a su hijo cociendo y, acicateada por las lecturas recientes,  le iba a largar una retahíla de conclusiones sobre la situación que se agitaba afuera cuando pensó que era mejor dejarlo en paz. Que no se exaltara también él; ya tenía bastante con el otro, que se parecía tanto a ella y por eso chocaban sin treguas. Aunque no lo admitía ni lo confesaría nunca se sentía orgullosa de su carácter levantisco.
Alfredo el año anterior había estado metido en las revueltas estudiantiles y le costó unos días de calabozo. Sentenciaba Antonia con su natural desapasionado: “... a la cárcel no van sólo los criminales, los mismos  que sostienen el sistema judicial; también, los locos, porque descomponen las apariencias urbanas y siempre, siempre van  los pobres...” El hijo negaba pertenecer a las dos primeras nóminas.
***
El 7 a las 5:30 en la intersección de Pepirí y la Avenida Alcorta los obreros en huelga de los Talleres Vasena le cortaron el paso a un convoy de chatas custodiadas por policías  de la 34° y otros a caballo. Querían forzar a los “crumiros” a sumarse a sus reclamos. Se produjeron disparos que dejaron una rabiosa secuela: cuatro muertos y más de treinta heridos.
Al día siguiente, los anarcosindicalistas a través de una virulenta declaración publicada por La Protesta convocaban a una huelga general. Entre otras reivindicaciones, reclamaban una jornada de  trabajo de 11 a 8 horas, la libertad de los presos gremiales y la derogación de las leyes de Defensa Social y de Residencia.  Los portuarios y marítimos se plegaron al paro. El gobierno acuarteló al ejército.
Por fin la FORA reaccionó y declaró la huelga general paralizando el país. Buenos Aires se transformó en un campo de batalla entre obreros y tropas de línea apoyadas por la Liga Patriótica, formada por niños bien, xenófobos, hijos y entenados de la oligarquía. Los soldados se atrincheraban en las esquinas. La Capital parecía una ciudad ocupada.
Así estaban las cosas el 10 de enero, cuando Antonia se complacía interiormente de que Mario hubiera retornado sano y salvo. Pero pensaba en el otro y en Alejandro. Se decía que había grupos de exaltados que agredían a todo aquel que parecía emigrante. Incentivados por las ideas de intelectuales como Bunge, Ingenieros, Lombroso, Ramos Mejía, referentes de peso entre las clases dominantes, consideraban que los males del país eran las consignas agitativas de los ácratas italianos y de los maximalistas rusos y judíos que pululaban con sus críos por la ciudad contaminando la tradición de los argentinos. Los inmigrantes. No aceptaban que esa mano de obra foránea era la que les permitía sus lujos de 'aristocracia con olor a bosta'.
A Alfredo no la preocupaba el ataque artero, porque tenía la fuerza y la astucia para enfrentar sin riesgo a cualquier petimetre  ridículo.
***
Le llevó un tazón de leche con pan a su hijo y se sentó frente a él en la thonet, meciéndose nerviosa. Levantó la tapa con vidrio esmerilado del costurero de pié que estaba a su lado y sacó un par de medias para zurcir. Todo lo hacía sin dejar de mecerse y demorándose mucho.
- ¿Cómo anda todo afuera? – Preguntó simulando desinterés, sin mirar a Mario, enhebrando la aguja.
- ¡Usted viera qué maroma! Se voltearon tranvías, se echaron abajo cables de electricidad y los de la Liga asaltaron el barrio de Once. Se la agarraron con los judíos... 
- Ellos saben que sus inteligencias en cualquier momento se hacen añicos, por eso no soportan la inteligencia de aquellos que lo soportaron todo, durante siglos – Cortó el hilo con la boca y comparó la media zurcida con la otra.
- ¡Rompieron vidrieras, irrumpieron en conventillos! ¡Amontonaban muebles, ropas y libros en las esquinas y encendían fogatas! ¡Los espectadores impávidos! ¡También golpeaban a los rusos o a los que suponían que eran italianos, ácratas...! ¡Andan con máuseres! Era de esperar. El entierro de ayer terminó en una masacre, madre... ¡Dicen que hay cerca de cincuenta muertos...! ¡Hasta mujeres...! – Miró a su madre. Hizo silencio esperando alguna reacción.
- Leí – Afirmó parca, sin dejar su costura y sin dejar el movimiento.
- ¿¡Leyó!? - Exclamó con asombro, limpiándose la barbilla chorreada de leche y apartando las telas que estaba marcando.
- Leí en “La Protesta”, que tiene tu hermano escondidas bajo su cama. 
- ¡¡Ah!! – Mario calló pensando que habría motivo para una futura discusión entre su madre y su hermano. Esas que nunca se resolvían y terminaban con el portazo de Alfredo yéndose hasta la medianoche. Agregó como para dispersar el conflicto próximo que imaginaba.
- ¡Entre el sepelio y las escaramuzas que se dieron después,  durante la noche, hubo más de cien muertos y cuatrocientos heridos! ¡Cien! 
- ¡Seguro que no hubo bajas entre la milicada, m´hijo!- Afirmó sin ironía aparente.
- ¿Alfredo volvió? 
- Volvió a la madrugada y se fue temprano. Con tu padre todavía estábamos en la cama.
- ... ... ...
 Mario pensaba que sin bien era el mayor, admiraba y envidiaba de su hermano la impulsividad, la constancia en sus convicciones - que no siempre tenían buen fin - y la seguridad con que emprendía sus planes. A los 19 años se había ido de la casa por diferencias con la vieja. Mientras terminaba sus estudios trabajó en una empaquetadora de yerba frente a la pensión donde vivía en la calle Brasil. Después de haber estado engayolado por los conflictos estudiantiles del año anterior, el padre lo convenció de volver a la casa. Dos años atrás, con 23, recién salido de la Escuela Industrial, viajó a Quilmes, un pueblo del sur recientemente declarado ciudad, y logró que lo emplearan en la cervecería de los Bemberg. Era el técnico más joven de la empresa. Todos los días viajaba de la ciudad hacia ese sur, ida y vuelta en tren. Mientras que él, Mario, como su padre, era sumiso a las decisiones de la madre ¿Por comodidad, por prevención a que reaparecieran secuelas de una enfermedad que lo aquejó en la adolescencia? Pero subrepticiamente se hacía cómplice silencioso y pasivo de las andanzas de su único hermano. Le fascinaba escucharlo alterarse explicando sus ideas, discursear sobre sus proyectos, sus pinturas y diseños, sus inventos. Alfredo, fanático por las máquinas,  siempre estaba inventado algo.

***

     Transcurrió el día en un juego de noticias explosivas. A las dos de la tarde llegó don Alejandro.
- Molinos nos mandó a casa. Temían que explotaran también allí las cosas. Parece que hay sectores que se quieren plegar a la huelga de la FORA. Fue difícil cruzar la ciudad desde el bajo hasta aquí. 
- Vos mañana no vas. No hay que correr riesgos inútiles. Total siempre ganan ellos – Decía como al pasar mientras servía en un plato sopero un desborde de tallarines a la boloñesa
- Veremos mujer. Veremos. ¿Alfredo no vino? – Miró hacia la puerta del cuarto de su hijo en el primer piso que daba hacia la galería cubierta por un techo de vidrios de colores que con el sol de la tarde daba un entorno apacible al ambiente.
- No todavía. Ya vendrá. Tenés que hablar con ese muchacho. Se arriesga demasiado. Sé que no está yendo a su trabajo porque no vi en su cuarto los boletos de tren. Es una lástima que lo pierda... ¡Tanto estudiar! Ya el año pasado... Y ahora esto... Tampoco va a lo de Pío Collivadino. – Volvió a su mecedora y a su costurero.
- ¡Qué querés que haga! Alfredo es una pared cuando se le pone algo en la cabeza... Las cosas están muy difíciles. Él está demasiado embretado con los ácratas – Calló. Detuvo el tenedor lleno a medio camino de la boca y se quedó pensando. No comía con verdaderas ganas - El pueblo está siendo usado, así como los patrones usan a la Liga. Todos bailan con la música de los dueños del poder, ya sea de uno u otro lado... 
- ¡La gente no tiene culpa de ser estúpida! Hay que perdonarlos, pero habrá que apartar a los estúpidos que hacen difícil y cruel la vida para los demás. Los ricos sacaron provecho durante demasiado tiempo – Cortó el hilo con la boca, dobló la media con su par, las acomodó sobre la mesa, guardó hilo y aguja en el costurero y lo volvió a cerrar; quería mucho a ese mueble traído de Italia.
***
Alfredo entró violento, agitado, lanzó el sombrero hacia el perchero, pero terminó en el suelo. Gruñó un saludo. Antonia miró el sombrero, el perchero y a su hijo, molesta. No perdía de vista sus movimientos. Alejandro, en cambio, pareció interesare de repente por los tallarines.
Alto, delgado, manos grandes. Para sus apenas 25 años, ya tenía dos entradas que le prolongaban la frente, amenazando su cabello rubión que usaba largo. También la presbicia lo acicateaba. Aún así, tenía esa virilidad natural que seduce a las mujeres a primera vista. En gran mediada por el tono de su voz grave y bajo, de decir profundo, como si hablara con la cavidad toráxica. Su hermano se le parecía, pero con buena vista y abundante cabello.
Mario salió de su cuarto curioso, pero viendo la escena y perfilando la discusión enfiló para la cocina. Antonia se levantó sin decir nada y entró con él. Alfredo se sentó frente a su padre y apartó las telas que su hermano tenía esparcidas sobre la mesa.   Era una mesa grande, con la doble función de mesa de trabajo para la sastrería que pronto abriría Mario y mesa de comidas rápidas cuando caían fuera de las horas acostumbradas. De no ser así siempre comían en el pequeño comedor junto a la cocina.
Antonia regresó con otro plato de tallarines y un vaso de tinto. Puso todo frente a su hijo, colocó más pan en la panera y volvió a su thonet. Alfredo comenzó a atragantarse hambriento, hablando con la boca llena.
- No saben lo que es afuera. La cana está moliendo a la gente. ¡No hay piedad! ¡Pero tampoco vamos a darles tregua...! 
- ¿Vamos? – Pregunto irónica su madre mientras retiraba el plato y el vaso de Alejandro y lo llevaba a la cocina.
- Bueno, es una forma de decir, mamá. La patronal alimentó la creación de los Defensores del Orden. Ese Carlés se puso al frente dispuesto acabar con cualquier reivindicación de los obreros. Yo mismo iba en el tranvía cuando vi como agredían a un pobre tano... 
- Vos “sos” tano también – Le dijo su padre machacando el “sos”. 
- ¡¡Digo... de esos que acaban de llegar papá, usted sabe... bastante cocoliche!! ¡Le volaron el bombín y comenzaron a empujarlo de uno a otro mientras lo insultaban! Él intentó defenderse y un chupandino de esos de saquito cortón se puso de rodillas detrás de él mientras otro frente al hombre lo empujo sobre su cómplice. El tano azorado cayó junto al cordón de la vereda recorrido por un líquido verde, apestoso. Yo quise cruzar para defenderlo y les grite, pero Francisco y Manfredi no me dejaron, decían que no valía la pena arriesgarse sin la seguridad de sacar provecho real y que beneficie a todos... que me dejara de voluntarismo. Me arrastraron lejos. Los mamarrachos de la sociedad se quedaron ahí, indiferentes a la repulsa de los mirones,  recibiendo reojeadas de compasión y de miedo... - Hablaba con indignación, atropellando las palabras y las imágenes que le volvían a la mente.
- Hicieron bien en apartarte. Es una actitud inteligente – Apuntó su madre saliendo de la cocina desde escuchó el relato, mientras enjuagaba los guantes usados durante la preparación del almuerzo.
- ... ... ...
- Lo que no es inteligente papá es lo que están haciendo los socialistas en el Congreso, se aliaron con los conservadores para la resolución del conflicto.- Murmuró con dificultad pues rara vez discutía con su padre por nada, mucho menos de política.
- No es así, Alfredo, los conservadores se aliaron con ellos.- Aclaró Alejandro con parsimonia.
- ¡Papá!, ¡Eso es acomodar los hechos, viejo! ¡Cómo hace La Época! – Lo increpó con una sonrisa irónica.
- El partido lo que quiere es terminar con la masacre de obreros. 
-¡¡La masacre se comete todos los días en las fábricas con 12 horas de trabajo y hasta 16 en algunas empresas... y el laburo de los chicos y las mujeres embarazadas... es infamante...!! ¡¡En la Cervecería no se nota tanto, pero también se cometen injusticias...!! – Levantando la voz con indignación.
- Tampoco hay que mezclar las cosas. Vasena está aflojando y el gobierno dejaría en libertad a los detenidos, pero... ¡Eso de pedir la excarcelación de Simón Radowitzky entre los reclamos es absurdo!... 
- ¡¡Es una injusticia!! – Gritó Alfredo.
- Es la justicia que tenemos. Su justicia ciega... – Sentencia don Alejandro con su proverbial calma.
- ¿La justicia ciega? – Interfirió Antonia que hasta ahora se había mantenido silenciosa, pero atenta, sin la menor alteración del gesto y agregó - La justicia es ciega, sorda y fútil como lo fue siempre y siempre lo será en este mundo... tanto la divina, si existe, como la humana... ¡No me vengan con cuentos...! ¿¡Conservadores, anarcos, maximalistas, radicales...!? ¡Bah! 
- ... ... ... 
- Es una forma de hacerle sacar la careta a Yrigoyen, viejo, que en definitiva está más cerca de su clase que... 
- Hay que ser cauteloso, hijo, se sabe que hay gente del Jockey y del Círculo de Armas que estimula a los milicos para una volteada de derecha. Esos De-fen-so-res-del-Or-den – silabeó zumbón – andan con esos. 
- Ahora se hacen llamar Liga Patriótica Argentina – Dijo Mario que se había acercado a la mesa y pespunteaba un chaleco.
- ¡¡Es la misma mierda con distinta etimología!! – Completó Alfredo mientras se dirigía a la escalera rumbo a su cuarto - ¡Señoritos del orden! ¡Ja! ¡Cafiolos! ¡Hasta manejan las comisarías esos pelafustanes!... Me voy a cambiar...  Estoy forfait y tengo que volver a salir.

***

      La calle era un fárrago de luchas y persecuciones. El día 11 Alejandro no trabajó. Alfredo no había vuelto. Antonia anhelaba que se hubiera quedado en Quilmes en la fonda de los Maza como solía hacer a veces si dejaba tarde  la fábrica. Mario, para esquivar los enfrentamientos había salido temprano, a entregar el terno acabado al señor Gabino, uno de los dueños del Café de los Angelitos. No podía dejarlo para otro día, era su primer cliente importante y su primer trabajo de alta costura, esto le reportaría nuevos clientes.
Se comentaba que estaban haciendo una gran redada de dirigentes sindicales y socialista.
La que el día 19 de enero, se constituiría oficialmente como Liga Patriótica, con el apoyo del general Dellepiane, se lanzó a la persecución de judíos, rusos y todo emigrantes sospechosos. Estos ataques se centraron en algunos barrios como Once, Congreso y Monserrat. La turba enardecida respondía con ataques a comisarías y hasta a una iglesia, pues era público el apoyo de los obispos Piaggio y D´Andrea a los empresarios y a la alta burguesía.
De súbito, se derramó por las calles un murmullo creciente que se fue transformando en grito, alarido, estallido de cristales, llanto, golpe. Alejandro corrió a la sala para comprobar qué sucedía y cerrar las persianas; tarde, una andanada de piedras atravesó los vidrios de los postigos. Sólo atinó a cerrar los contra postigos. Un vidrio le lastimó la mano. Era la acostumbrada bestia de la intolerancia, de la desigualdad, del privilegio.
Antonia estaba parada a la puerta de la cocina, consternada; miraba hacia al fondo del zaguán de entrada, donde prorrumpían los golpes. Instintivamente corrió hacia allí, cuando vio a su marido con una mano apretada por la otra, entre cuyos dedos se escurría la sangre, se arrancó el delantal y le cubrió ambas manos. Alejandro la apartó y oprimiendo el trapo se apresuró a cerrar la cancel. Había disparos en sordina. Un humo maloliente recorría la galería cubierta y oscurecía el aire. Alejandro supuso que se estaba quemando la puerta de entrada y sólo atinó a agarrar una regadera que siempre estaba llena; pero el humo no venía de allí sino de la vereda de enfrente, se quemaba la tapicería de Meneghini. Entonces tomó el perchero y lo cruzo frente a las dos hojas de la puerta del zaguán. Sonrió, le pareció ingenua la precaución.
En tanto, Antonia en la sala entreabrió uno de los contra postigos cuidando de no cortarse con los vidrios desparramados por le piso y sobre los muebles. La gente corría en la calle. Los energúmenos de la Liga con máuseres disparaban tiros al aire. Otros le pegaban al ruso Teverosky de la compra-venta de la esquina mientras su mujer intentaba protegerlo con una palo de escoba que un muchachito de unos 17 años, bien vestido con el pelo exageradamente engominado – como lamida de vaca, pensó Antonia - le arrancó de las manos y se lo asestó con tal fuerza en la cabeza que el palo se partió. Una mancha roja le tiño el pelo pajizo y un hilo oscuro corrió por la frente de la mujer; cayó lentamente, como dándose tiempo, sobre los adoquines, inconsciente, justo frente a la ventana de Antonia quien sintió la ira subiéndole como fuego desde el vientre, le faltaba el aire, las piernas y los brazos le cosquilleaban, salió disparada hacía la cocina, miró hacia un lado, hacia el otro, agarró la sartén grande y pesada que tenía preparada para freír sardinas para la cena, corrió hacia el zaguán. Su marido había regresado a la sala lanzando improperios contra ella que había dejado la ventana abierta. Antonia apartó con fuerza el perchero y abrió las dos hojas de la puerta, de par en par, se lanzó con un alarido sordo sobre el grupo de hombres que golpeaban al ruso caído junto a su mujer.
El primer sartenazo fue en la nuca del grandote del máuser, el segundo en el bonito rostro del adolescente que cayó rígido hacia atrás con los ojos bizcos; los demás tardaron en reaccionar pues no estaban preparados para ese tipo de respuesta y menos de una mujer. Esto le dio tiempo a Antonia para propinar otro sartenazo en el pecho de un joven rollizo que blandía un garrote en cuyo extremo había atravesado un clavo. El hombre soltó el palo, agarrándose el pecho y tosiendo salió corriendo hacia la esquina donde los chicos de la cuadra habían comenzado a apoyar el frente que abría Antonia y arrojaban piedras a los Defensores del Orden... Mientras las mujeres desde los techos y balcones los insultaban en todos los idiomas posibles y les arrojaban cuanto tenían a mano.
Uno de los petímetres, con las solapas del saco subidas, a un descuido de la mujer la pateó con tal fuerza en el muslo derecho que la hizo caer. Cuando la vio en el suelo tomó el garrote con el clavo, lo alzó para pegarle, pero Antonia aprovechó y desde el piso le dio con la sartén de canto en un pie; simultáneamente un cascote bastante grande golpeó al patriota en la frente. Los chicos celebraban con vítores en la esquina. Meneghini que intentaba apagar su incendio, desanimado pues no parecía tener éxito, se acercó a ayudar a Antonia, pero Alejandro ya la había levantado de un brazo y la arrastraba hacia la casa.
Todo había ocurrido en poco más de un minuto. El regordete que había huido hacia la esquina puso sobre aviso a otro grupo de nacionalistas, que al mejor estilo progroms, venían de  aterrorizar al barrio de Once. El objetivo ahora era la casa señalada. Alejandro y Antonia, sin decirse nada, como si toda la vida hubieran tenido organizada esta estrategia, tomaron ropas, algunos valores, ella volcó su costurero con patas y lo metió bajo su cama; él tomó las tijeras de Mario y subieron jadeando la escalera de caracol. En la terraza saltaron hacia el techo vecino y así de un techo a otro llegaron a una casa sobre la calle Sarandí, que como la de ellos también estaba a mitad de cuadra. Bajaron al patio de la misma y ante la consternación de los habitantes sin mediar palabras corrieron hacia la puerta y de allí hasta la calle Moreno.
En la esquina de Los Pozos y Alsina vivían los Furlotti, una de los pocos paisanos con quienes se trataban; habían viajado juntos desde Italia. Uno de los muchachos de la familia fue hasta el Café de los Angelitos a poner sobre aviso a Mario y  otro fue hasta la FORA del V°, donde militaba Alfredo para que le avisaran que no regrese a su casa y si podía se borrara por un tiempo considerando que tenía antecedentes. Antonia y Alejandro permanecieron allí hasta la noche del día siguiente. Los Furlotti tenían parientes en Mendoza y resolvieron mandarlos allá hasta que todo se calme.
Durante los días subsiguientes  hasta el 12, continuaron las redadas. Mario inmediatamente, sin más que lo puesto, partió a Ituzaingó donde estaba su tío Juan. Cuando la cosa pareció amainar Alfredo, el día 16, salió de su escondrijo y después de arreglar su situación en la Cervecería de Quilmes se embarcó a Brasil con otros autoexiliados. Su nombre figuraba en una lista. Si bien el Poder Ejecutivo había comenzado a liberar a los presos y amnistiar a los sospechosos, los que tenían antecedentes, aunque no fueron deportados según establecía la ley de Residencia, se quedaban en las cárceles. A fines de enero, aún,  había centenares de presos.
***
Después de una apacible estadía en Mendoza, retribuyendo la buena acogida con trabajos en los viñedos y la bodega de sus paisanos, en noviembre, Antonia y Alejandro regresaron. La casa no había sufrido mayores daños pues a poco de que ellos escaparon, cuando los de la Liga  intentaban ingresar y quemarla, llegaron policías de caballería y los convencieron de acabar con el despropósito. La fuerza policial se estaba hartando de la intromisión desmedida de estos parapoliciales de pacotilla.
Los Meneghini, al tanto del paradero y de la situación de sus vecinos, se habían alojado allí porque el fuego dejó su casa inhabitable. Con el doble propósito de guarecerse ellos y  proteger de intrusos la casa de Antonia y Alejandro.
Mario retornó en julio de Ituzaingó. Alfredo volvió en marzo del año siguiente, pero no a la casa de la calle Rincón, reingresó en la Cervecería y, definitivamente, se radicó en Quilmes. Los vecinos rodearon de un grato respeto a la pareja, sobre todo a Antonia, durante toda su vida después de aquel enero.
Ya reacomodados, Alejandro le devolvió a su hijo las tijeras que había puesto a salvo. Antonia sacó su costurero de debajo de la cama; sólo se había roto el vidrio de la tapa, “Bueno, mi pago por la rotura de cabezas”, pensó jocosa. Por la tarde la mujer del ruso Teverosky se apareció con un canasto repleto de objetos pertenecientes a Antonia. Eran los que quedaron desparramados por toda la cuadra mientras los de la Liga abandonaban el lugar presionados por los policías. Ella, repuesta del palazo, los había puesto a salvo. En el fondo del canasto estaba la sartén. Alejandro la sacó como si fuera un objeto precioso, la limpió, sacó la naturaleza muerte que colgaba sobre la repisa del hogar con mayólicas portuguesas que había en la sala y colgó la costrosa y pesada sartén como un blasón de familia. 

CHALO AGNELLI
Febrero de 1984 – noviembre 2004
Fuente: relatos domésticos de don Alejandro Agnelli (1868-1961)


Comentarios

Entradas populares de este blog

"LAS SANDALIAS NEGRAS" MARISEL HILERIO RIVERA... Y LOS TEXTOS APÓCRIFOS

"SÓLO DIOS SABE CUÁNTO TE QUISE" DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

LA BALADA DE DOÑA RATA DE CONRADO NALÉ ROXLO