EL DESBANDE SE DERRAMÓ EN LOS ANDENES


El desbande se derramó en los andenes. Las pancartas gritaban ahogadas y un estampido instaló el silencio, apenas; uno chiquito que reventó en clamor con algo de ovación y de replique. Y una mano enguantada sin dueño, como siempre, disparando una chispa y la línea directa, impecablemente recta, invisible, decidida y certera abrió el aire con un silbido de muerte. Buscaba un lugar fijo, sólo uno, ese, el único que le correspondía: su camisa de algodón, la piel; penetró en un punto entre el trapecio y el deltoides, la base de la fosa del omóplato izquierdo, justo allí. Blanda de blanduras, fácil  de facilidades. Encontró el ritmo de la aurícula izquierda retumbando en la humedad de las rojiazules horas pasadas. El cuerpo cimbró apenas. El dolor fue ligero, recuerdo de otros ya calmados. Un cansancio sobre los párpados, en la nuca, bajó a las piernas que se doblaron y minuciosamente se dejó recoger por las baldosas sucias del andén. Alrededor las corridas lentas y mudas, solo las bocas se deformaban, se movían rápido con sonidos de caverna. Brazos y piernas rozaban la caída; no pudo evitar que los párpados se cayeran con ella adentro de la oscuridad del cerebro. Un negro terciopelo. Y se fue desprendiendo. Se vio desde arriba. Separándose de ella. Sin sonido, sin frío, sin dolor, nada. Nada. 
Chalo Agnelli – dic. 2002

Publicado en la revista literaria “Voyager” N°2 de setiembre de 2004
 

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