DEL CULTO DE LOS LIBROS
Jorge Luis Borges
En el octavo libro de la Odisea se lee
que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte
algo que cantar; la
declaración de Mallarmé: “El mundo existe para llegar a un libro”, parece repetir, unos
treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación estética de los
males. Las dos teologías, sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego
corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la
palabra escrita. En una se habla de contar y en otra de libros.
Un libro, cualquier libro, es para
nosotros un objeto sagrado. Ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que
decía la gente, leía hasta "los
papeles rotos de las calles". El fuego, en una de las comedias de
Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá
la memoria de la humanidad, y César le dice: ‘Déjala arder. Es una memoria de infamias’. El César histórico, en
mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero
no lo juzgaría, como
nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los
antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra
oral.
Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz
(Griechischeker, Denker I, 3) defiende que obró así por tener más fe en la
virtud de la instrucción hablada. De mayor fuerza que la mera abstención de
Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón, Éste en el ‘Timeo’, afirmó: "Es dura tarea descubrir al hacedor y
padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible declararlo a todos
los hombres", y en el ‘Fedro’ narró una fábula egipcia contra la
escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y
dependa de símbolos) y dijo
que los libros son como las figuras pintadas,
"que parecen vivas, pero no
contestan una palabra a las preguntas que les hacen". Para atenuar o
eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al
discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o
estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de
Alejandría, hombre de cultura pagana: "Lo
más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo
escrito queda" (‘Stromateis’), y en
éstas del mismo tratado: "Escribir en un libro todas las cosas
es dejar una espada en manos de un niño"; que derivan también de las
evangélicas: "No deis lo santo a los
perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen
con los pies, y vuelvan y os despedacen." Esta sentencia es de Jesús,
el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la
tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8:6).
Clemente Alejandrino escribió su recelo
de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso
mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de
la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz.
Un admirable azar ha querido que un
escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio
el vasto proceso.
Cuenta San Agustín, en el libro seis de
las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía,
pasaba la vista sobre las páginas penetrando su
alma, en el sentido, sin
proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces, pues a nadie se le prohibía
entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía, lo vimos leer calladamente
y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel
breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto
de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa, tal vez
receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la
explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, con lo que no
pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese
modo
por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera
que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno.”
San Agustín fue discípulo de San
Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia,
redactó sus ‘Confesiones’ y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un
hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras.
Los comentadores advierten que, en aquel
tiempo era costumbre leer en voz alta, para penetrar mejor el sentido, porque
no había signos de puntuación, ni siquiera división de palabras, y leer en
común, para moderar o salvar los inconvenientes de la escasez de códices. El
diálogo de Luciano
de Samosata, Contra un ignorante comprador de libros,
encierra un testimonio de esa costumbre en el siglo II.
Aquel hombre pasaba directamente del
signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte
que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias
maravillosas. Conduciría, cumplidos
muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin.
(Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los
singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James
Joyce.) A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o
prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura
Sagrada.
Para los musulmanes, el
"Alcorán" (también llamado El Libro, Al
Kitab), no es una mera obra
de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos
de Dios como Su eternidad o Su ira.
En el capítulo XIII, leemos que el texto
original, ‘La Madre del Libro’, está depositado en el Cielo. Mühamntad-al-Ghazali,
el Algazel de los escolásticos, declaró: "el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se
recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro de Dios y
no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos
humanos".
George Sale observa que ese increado ‘Alcorán’
no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel
recurriera a
los arquetipos, comunicados al Islam por la ‘Enciclopedia de los
Hermanos de la Pureza’ y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del
Libro.
Aún más extravagantes que los musulmanes
fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia
famosa: "Y Dios dijo: sea la luz; y
fue la luz"; los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del
Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (‘Libro
de la Formación’), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela
que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el
universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las
veintidós letras del
alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de
la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la
escritura. El segundo párrafo del segundo capítulo reza: "Veintidós letras fundamentales: Dios las
dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo
lo que es y todo lo que será." Luego se revela qué letra tiene poder
sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y cuál sobre la
sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y
cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kgf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el
mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Más lejos fueron los cristianos. El
pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que
había escrito dos y
que el otro era el universo. A principios del siglo XVII, Francis
Bacon declaró en su ‘Advancement of Learning’ que Dios nos ofrecía dos libros,
para que no incidiéramos en error: el primero, el volumen de las Escrituras,
que revela Su voluntad; el segundo, el volumen de las criaturas, que revela Su
poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se proponía mucho más que hacer
una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales
(temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban, en número limitado,
un ‘abecedarium naturae’ o serie de las letras con que se escribe el texto
universal.
Sir Thomas Browne hacia 1642, confirmó:
"Dos son los libros en que suelo
aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito
que está patente a todos los ojos.
Quienes nunca lo vieron en el primero, lo
descubrieron en el otro" (Religio
Medid, 1,16). En el mismo párrafo se lee: "Todas las cosas artificiales, porque la Naturaleza es el Arte de
Dios." Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en
diversos lugares de labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro,
superó la conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es Escritura
Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente en la que también nos escriben.
Después, León Bloy escribió: "No hay
en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido
a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus
ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el
registro de
la Luz. La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y puntos no
valen menos que los versículos o capítulos íntegros pero la importancia de unos
y de otros es indeterminable y está profundamente escondida" (‘L'âme de
Napoleón’, 1912).
El mundo, según Mallarmé, existe para un
libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y
ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el
mundo.
Buenos Aires, 1951 Jorge Luis Borges; ‘Otras inquisiciones’
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