"¡NO SER DIOS...!"
A los Maestros suburbanos
y a
Leonardo Fabio
Cruzo el patio corriendo, protegiéndome
de la lluvia con la mochila, pero no puedo evitar los charcos marrones. Cuando
llego a la puerta del aula me miro las bocamangas y pienso una puteada. Hace
tres días que no para de llover. Además de los inconvenientes que se presentan
para llegar a la escuela los chicos se ponen insoportables, toda la jornada adentro del salón sin salir
al patio durante los recreos.
Al saludo recibo un clamor entusiasta: ¡¡Bueeendíaaamaaaeeestrooo!!
Tomo lista. Varios ausentes. La sorpresa
de un trueno nos estremece a todos. Aburrido y reacio a emprenderla con un tema
nuevo que seguramente tendré que reiterar con los ausentes, miro sus rostros
ávidos de todo, sus cabezas desmelenadas, la vestimenta – sólo algunos pocos
tienen guardapolvo; siempre que lo advierto me incomoda el mío – propongo:
-
Hoy vamos a
hablar de... la lluvia, ¿Sí?
La respuesta, negativa. Eso sucede siempre que sugiero
un trabajo. Es parte del ritual de sus 11 años, pero luego se largan como sí no
hubieran querido hacer otra cosa.
-
¡La lluvia es
aburrida!
-
¡No se puede
hacer nada!
-
Se me moja el
cuaderno, porque el techo de mi casa está lleno de agujeros y mi papá siempre
dice después lo arreglo, después lo arreglo y sólo se acuerda cuando llueve...
-
La lluvia pone
las calles asquerosas y no podemos venir a la escuela, aunque yo vine igual..
-
¡Si, viniste
por el comedor!
-
¡Si, y qué
hay. Y vos estúpido...!
-
Antes que me
dieran las botas no venía a la escuela con lluvia porque si embarro las únicas
zapatillas que tengo...
-
¡No se puede
jugar a la pelota!
-
¡Y después por
unos días tampoco porque la canchita es una laguna y tarda en secarse!
-
Yo cuando
llueve lo busco al José, porque es paraguas, ¡¡Ja, ja, ja!!!
-
¡¡¡Ja, ja,
ja... !!!
-
... .... ....
-
¡A mí me gusta
la lluvia! – La vocecita suave y
tímida de Anita se abre paso entre el descontento y por un instante se hace un
pozo, muy breve, porque estalla una erupción de abucheos, silbidos y bromas.
-
¡Bueno, bueno,
basta. Dejen hablar. Anita tiene derecho a decir lo que piensa como hicieron
los demás... !
-
¡¡Anita no
piensa, ja, ja, ja... !!
-
¡¡¡Ja, ja,
ja...!!!
-
¡¡Es tonta!!
-
¡Tiene un
agujero en la cabeza y le gotea, ja, ja, ja... !
-
¡¡Basta,
chicos!! Dejen que Anita cuente lo suyo.
-
No, yo digo
que me gusta la lluvia porque vivo detrás del bañado que cuando llueve mucho
desborda, entonces mi papá se queda a atajar el agua para que no entre en la
casa y no va al boliche y... es mejor que no vaya...
Entiendo.
Todos entendemos. Todos sabemos, porque eso no era exclusivo de Anita. Otros
chicos también prefieren que el papá no vaya al boliche. Se hace un silencio un
tanto incómodo. Va a hacer decaer el entusiasmo que generó argumento suficiente
para que escriban sobre la lluvia, entonces, ligero, propongo sacar las carpetas y redactar sobre
lo que hablamos. Nuevamente las protestas y ¡Ufas! sonoros, pero todos
se ponen en marcha lentamente con el preámbulo de los ¡prestameunahoja!
¿Tenésgoma?¡¡Notrajelápiz!! ¡Maestrolluviavaconvcorta!.
Voy
recorriendo sus caritas y la mañana gris se me mete adentro con la verdad que
les dibuja la vida, tan pronto, tan temprano, sin consideración por su
fragilidad. Un trazo cruel que se fijará para siempre, que ni mil lluvias
logrará lavar.
Ahí está
Juan Américo, su papá está preso por asesinato. Cadena perpetua. El no volvió a
verlo porque la abuela, que lo cría no tiene dinero para viajar los días de
visita a La Plata.
Siempre
habla de su padre. La madre, a él y a su hermano, los dejó con su suegra cuando
se fue con otro hombre al interior y formó nueva familia, con otros hijos, otra
historia. No viene a verlos. Nunca habla de su madre.
Esta es
Leila, su padre se fue hace tiempo de la casa. No volvieron a tener noticias
suyas. Ella vive con su madre y cinco hermanos. Eran seis, al mayor lo mató la
policía en un intento de robo a un quiosco, un año atrás.
Este es
Nahuel, su madre murió de los golpes que recibió de su marido estando
embarazada de su hermanito menor que este año empezó primer grado. Aunque a
veces se descuida, se contiene de golpearlos a ellos porque los maestros y las
orientadoras del gabinete le advertimos que elevaríamos un informe al Juez.
Aquel moreno y crespo es Quique. Todas las
tardes después de la escuela sale con el carro a juntar papeles, cartones y
vidrios. Recorre la prepotencia urbana hasta las once de la noche, con frío,
bajo el sol tórrido del verano o la lluvia. Mientras él está en la escuela, su
madre y sus hermanos clasifican los desechos y los venden por las pocas monedas
que son su único ingreso.
La
carita fresca de Carlitos no puede ocultar el abandono de sus años en
Minoridad. El deambular entre los parientes hasta afincarse, ahora, con su tía
abuela, demasiado vieja, demasiado pobre, pero llena de amor por este niño que
logró recuperar de tanto exilio.
En el
silencio de la clase, bajo el ronroneo de la lluvia Lucio se amodorra, se le
cierran los ojos, sostiene el sueño con el brazo, el codo apoyado en la mesa y
la mejilla aplastada en la mano. Estuvo hasta casi la madrugada abriendo
puertas de los coches que llegan a los boliches y restaurantes de esta zona
ribereña, donde los de arriba vienen a
distraer sus ocios, a entablar y llenar ausencias; y se encuentran con la mano
tendida de Lucio y sus amigos que
esperan la propina.
Clara no
habla. Escucha todo, atenta, interesada. Es muy aplicada, pero no habla. Nunca
escuché su voz. Nadie en la escuela. Dos veces por semana va al Gabinete donde
trabajan el silencio que le dejó a los 6 años la violación y los golpes. Trato
de acallar su mutismo con mi charla, sin preguntas... quizá algún día...
Sergio y
Hernán son hermanos. Ellos también son cartoneros. Son los más hábiles
conductores de carro de la zona. Presumen de ello y ponen un esmero extremo en
el cuidado de su caballo viejo. Es el más limpio, el más cepillado, el más bien
tusado; con un sombrero de paja con dos agujeros para las orejas que le colocan
en verano y un hule colorido que le protege el lomo de la lluvia y del
invierno. No ponen el mismo esmero en su aseo personal. Cuando me cruzan en la
calle se ofrecen para alcanzarme hasta la parada del colectivo, pero yo me
resisto en agregarle mi peso al pobre animal. De todos modos aprovecho para
recordarles que no-vayan-contramano-respeten-los-semáforos-miren-al- cruzar. No
me hacen caso, pero afirman con adusta seriedad.
Diego
rubicundo delgado y tímido está entregado a su cuaderno donde con su letra de
arañas plantea su fecunda experiencia pluvial. Él sabe bastante de eso. Todas
las tardes, después de comer, sale a vender
broches, trapos rejilla, desodorantes para inodoros; comandado por el
patrón con otra gavilla de pibes, también flacos, macilentos y desarropados,
que logran las ventas por la conmiseración de la gente. A veces anda por las
calles hasta las once de la noche. No hay tiempo atmosférico que apiade al
patrón, que los controla de cerca con su camioneta. No les deja faltar, si los
resultados no son los esperados, gritos, amenazas y algún golpe. Cuando llega a
la escuela con un brillo feliz comprendo que el día anterior hubo buena venta;
por el contrario...
El que
mira el techo buscando la lluvia con sus asombrosos ojos verdes, es José. Nació
en Paraguay. Vino de muy pequeño con su familia. Allá sus padres cosechaban
naranjas ajenas. Vivieron un tiempo en la villa de Itatí, pero pudieron salir
buscando el río que los conectara, como un largo lazo líquido, con el terruño
natal. Su papá tiene tuberculosis. Hace casi un año que está internado en un
hospital de La Plata. El
y sus hermanos perdieron muchos días de clases pues Salubridad Escolar los tuvo
en cuarentena domiciliaria. No se contagiaron.
La
melancolía de la mañana se me mete adentro! Afortunadamente no me pasa con
frecuencia. Continúo el recorrido por los bancos siguiendo sus trazos... Y acá
está Ramiro, su hermana Anabella; allí Yesica, Matías y Manuel y en el fondo
Romina, siempre sonriente... Conozco la historia de todos. Son mis chicos, son
todos los chicos de la escuela, todos los de este paraje ribereño... ¡ Siento
que los límites de mis brazos no me alcanzan, quiero que me crezcan alas para
cubrirlos a todos de sus tormentas prematuras Se me viene a la cabeza la frase
de una canción: “¡No ser dios y cuidarlos!”
Un
compacto de nubes como trapos sucios cruza del nordeste al sudeste. Cesa la
lluvia. Un rayito de sol se filtra por la ventana y va rebotando en la cabeza
de cada uno distrayendo la atención de la hoja y pintándoles una sonrisa
estelar. El cielo siempre benigno, al fin, va abriéndose paso ente las nubes
y Lucio despierta desorientado. Estoy
seguro que soñó su tarea y eso me basta, aunque los pedagogos me amonesten.
Afuera las porteras con los secadores
arremeten contra los charcos para aprontar el recreo tan ansiado y evitarse
luego el agua en el comedor recién acondicionado con viruta embebida en
kerosén.
¡Al fin
el sol! Aunque atraviese las chapas del techo y se aloje calentando el aula,
siempre es la vida. Otra oportunidad.
-
¡Dejen los
cuadernos sobre el escritorio y salgan al re...!
No llego a terminar la frase y una tromba de
entusiasmo abandona el aula, el silencio, la modorra y se zambulle en los
juegos postergados, las peleas inevitables, las caídas sin consecuencias, la
pelota que intentan escabullir de la atención de las maestras en el patio del
fondo.
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Las
11:45. Al comedor. Un almuerzo de polenta y batifondo; de pan arrebatado y
patada bajo la mesa, de dulce y ¡Deme otro, dele!. Termino la jornada y
me apuro para alcanzar el colectivo hacia el otro cargo, en Solano.
-
¡¡Me
voy... hasta mañana, chicos!!
Pero me los llevo.
Les voy imaginando un futuro. Si es posible; antes que los arrebate el
rencor. Salgo más sabio. Pienso que no
quisiera de esta sabiduría.
Bajito
tarareo aquella canción...
Chalo Agnelli
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