" EL CALLEJÓN" DE JUAN J. CORNAGLIA



En EL QUILMERO EN LA GOYENA se publicó recientemente [1] una nota referente a la obra del escritor quilmero don Juan J. Cornaglia, con la colección de libros de este autor que posee la Biblioteca Popular Pedro Goyena. Este relato se halla en el Número Extraordinario del diario El Sol de noviembre de 1947. Cornaglia era un asiduo colaborador de los medios locales. La historia, como toda la obra de este autor, contiene numerosos criollismos, propios del habitante de la llanura bonaerense: hablando zonceras” ; “De porra me trenzaría con las bochas”…;  “En cuanto sosiegue el agua…”; que de todas maneras no ameritan que se catalogue como literatura gauchesca la obra de Cornaglia, pues no se puede establecer un paralelo entre el gaucho propiamente dicho y el peón de campo. Otras son las esencias, los orígenes y los objetivos de cada uno de esos nobles sujetos de nuestra pampa bonaerense. Sí se puede vislumbrar en la construcción sintáctica la parquedad que les es propia a ambos. Es un acierto del autor, la precisión en el uso del vocabulario y el fraseo. Oraciones cortas, ajustadas, que como pinceladas completan el cuadro. Sí, porque el relato es una pintura donde un grupo de hombres al resguardo de una lluvia pertinaz se sume en el tedio, rumiando para sí sus imposibilidades. Y una bella joven desafía el temporal procurando encontrarse con su enamorado. (Chalo Agnelli)

EL CALLEJÓN
Por Juan J. Cornaglia
- ¡Cha, qué está lindo el día!

Hubo quien lo miró de lleno, bien hondo, como queriendo verle hasta los huesos. Y la cara de Alejandro tenía en realidad un res­plandor de alba que venía como tocándosela entera. Barba de se­mana pero vida fecunda en ella. Jugoso como chico en charco. Go­zaba realmente en este fastidioso descanso? ¿Era posible?

Es que llovía. A baldes. Sonaba el agua en las chapas del techo y había ganas de tortas fritas. El viento retorcía las ramas de los grandes sauces de la quinta No se podía ver lejos. El agua tapaba en cortinas de hilos cuanto se buscase.

Pintura de Carlos Montefusco
De ancas al temporal la mancarronada del potrero. Pampa empañándose en lluvia. Barro para los caminos, pasto para los lindos animalitos de Dios. Claro, la lluvia es capaz de alegrar a cualquiera. Pero, ¿Sería realmente un amargo don Alejandro? ¿Un flojo, un verde para el trabajo? Podía ¡alegrarse en una tarde larga como esta? ¿Quién lo entendía? Ni el diablo. No, el día no era lindo. Fastidiaba estar con las manos quietas.

Un rato antes hasta se depositaba en ellas el hondo mugir que venía rodando sobre los pastos. Gusto se encontraba en el terrible aleteo y cantos de los horneros que golpeaban con sus alitas la alegría del barro fresco De la tierra misma venía como un soplo de fuerza que bacía empinar en forma. Bien en alto.

Afanados estuvieron engrasando pecheras y correas de1 yuguillos. [2] Tientos que pasaron entre sebo y dedos. Sueños locos entre el ansia de que amainase la lluvia en el atardecer. Se abriría enton­ces el cielo en colores de nubes y, quien quisiese campear el pueblo las cuadras, podría empapar el brillo de los ojos en el tremendo goterío de agua depositada sobre los pastos. Brilloso como vidrio, pero perfumado en tierra ancha y mojada. Eso eran los sueños. Aire libre, mundo grande. Movimiento pi­den los huesos.

El descanso sosiega, es verdad, pero eso vale cuando los trancos reclaman reposo. Un resuello en lo largo del día puede ser entrador si el sol esté que raja hasta la misma tierra. También vale si se ha madrugado en forma y se está en la noche viva, dele que dele, junto a 1as mechas rojas que están reclamando la fragua, porque la seca las mella cual si se arrastraran sobre vidrio, sin entrar, y no en la amelga [3] reseca. Pero esto es distinto.

Ni ganas ya de seguir truqueando o hablando zonceras. Rato hacía que el cielo mandó guarecerse. Los gorriones parecían haberse enlo­quecido entre las ramas. La chacra grande dormía en languidez de ansias. Pueblos, caminos, boliche, casa, mujer, hijos. Eso.. Lejos todo. Infinitamente lejos.

Claro. Tres hombres casados y dos muchachos en el grupo. Peo­nes. Aradores, alambradores y un mensual. Todos aquí en el ancho alerto del galpón de las semillas, arneses, fragua y máquina cosechadora y sembradoras y sulkys.

Lauchas que asomaban hasta donde no las olía el ratonero ahora tirado casi a los pies de don Alejandro. A tiro, allá en las cuadras, y ninguno entraba a ocuparlo. Ni un alma en trancos metida en él. Y alguien deja escapar lo terrible metido en cualquiera de ellos:

- ¿No le gustaría, don Alejandro, un viaje al pueblo?

Sí que le caería como anillo al dedo. Mujer y chicos al lado. Ale­gría de encontrarse. De contarse cosas. Pero, y la mojadura, un resfrío cualquier tropiezo?

- Bien estoy con mi pena.

- Yo no aguanto más! Al menos amainase... De porra me trenzaría con las bochas, en el mismo barro.

- Ya estuvo. En cuanto sosiegue el agua nos prendemos.

Una esperanza más. En vano. Seguía el agua. Esa que ellos imploraron ayer, hoy mismo, antes, meses atrás. Años y años, al creer y saber que la seca no trae más que espinas. Raíces vivas de la tierra son todos ellos. Ni vino en la bota [4] seca. Las moscas están que se pegan. Y vieron que venia a ellos, chapaleando barro y con una bolsa afirmada sobre los cabellos, la Margarita.

¿Y eso? Saltó el charco de las goteras y se plantó bajo el alero. En pie los cinco.

-         ¿Necesitás algo Margarita?

-         ¿Qué busca?

-         ¡Oh! Nada. No aguantaba. Había allá un fastidioso cansancio que mandaba moverse. Quise ver qué hacían, cómo iban pasando el día.

Otro era el mundo. De golpe. Una mujer con ellos. Un cantado temblor de grillos que adoran estrellas. Veinte años espigados en oro. Maduros en alma y en espera. Ya mismo piden ser devorados en má­gica compañía. Linda como todo lo bueno. Aquí, con ellos. ¿Por tres, por cinco minutos? No se quedaría. No podía ser. Pero que no se fuese. Vino a llenarles la sangre con belleza. Un canto de piedra y agua. Un grito de fuerza, rebotando de estrella en estrella. Amor de padre, de hermano, de amigo o de amante, pero de respeto al fin, bailaba ahora en la inquietud de todos los nervios. El temporal la trajo. La depositó aquí hecha un temblor empapado y fresco. Salpicados tiene los pies por la lluvia.

Siempre fue así la Margarita. Resuelta. Dada. Una mano de en­sueños hasta para el recién llegado. No podía con ella misma. Igualita a doña Clara, la madre, siempre pensando en si necesitaban algo. Una escuela de pampa o del desierto. Fundidos en una misma familia.

A ella podía ocurrírsele que esos hombres estaban solos. Terrible­mente solos en el gigante galpón de su padre. Y habló y no dijo nada. Chuceó, [5] en broma, con fineza de buena.

No, Renato no podría largarse en la tardecita aunque fuese, rumbo a la chacra de los Domínguez; don Alejandro no vería a su Juanita esta noche; Carlos tampoco tendría cerca su rubia nena de seis meses...

Un juego de idas y venidas en la charla serena, pero cargada de puazos [6] que venían perfumados como sangre. Y fue don Alejandro quien le clavó la mirada en hondo y le dijo;

-         ¿A que sé a qué has venido?

-         Ni brujo. Yo mismo no lo sé.

-         Te consumían las ganas locas de ver si se arrima tu novio.

Un resplandor de llama en la niña. Si que el callejón podía ser dominado desde aquí. Era posible verlo. Allá. Envuelto en lluvia. Grisado. Tapado por el agua. Desnudo en cuanto venían los ojos. Nadie en el desierto.

Quietas estaban las ruedas en el campo grande. Ni trancas de pingo cabeceando lluvia ni trote de sulky. Nada. Hilos y más hilos de nube al suelo. Un gris de leguas y leguas. Pero allá, allá un punto negro. Un grito, un aviso en la distancia. Algo andaba sobre las hue­llas. La tardecita iba a volcarse toda de repente en la lluvia sin fin. Pero el punto negro avanzaba. Venía, entraba por los ojos, estre­mecía los latidos, acariciaba hondo, hondo. Jinete envuelto en poncho, alguno hizo alto en la tranquera de la chacra.

Todos, ni uno solo de los cinco, dejaron de hacer fuerza para que lle­gase cuanto antes, el novio de Margarita. Esta los había apurado. Corrió a embellecerse más, mientras les dejó a todos una apurada ocupación: la de estar ahora empujando alma para enterarse que el temporal no empapó hasta los huesos al muchacho que ahora iba llegando. Pero no fue así. Calado estaba de pies a cabellos. Y con un tem­blor encima que hacía pensar en lo malo de la fiebre.

¡Qué lástima!

Ya tenían en qué ocuparse.
Por Juan J. Cornaglia

Número extraordinario del diario El Sol

Noviembre de 1947

Pág. 29

Quilmes, 2007 - 2014
REFERENCIAS

[2] Apero sujeto al cuello del caballar y mular que mantiene la tracción. [3] Faja de terreno que el labrador señala en una porción de tierra labrantía para esparcir la simiente con igualdad y proporción.
[4] Odre pequeño de vino cosido por sus bordes, que termina en un cuello por donde se llena y bebe.

[5] Lechucear, curiosear.


[6] De púas.

Comentarios

  1. Dice Iris Gardelliano: Este cuento me hace acordar a la prosa de Leopoldo Lugones y, de paso, pude comparar la tarde de lluvia en un galpón de una chacra o estancia pampeana a un galpón de las estancias patagónicas... En un punto se parecen, la soledad de los paisanos, pero nada más porque al de la patagonia hasta le faltan los gorriones...

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