OLOR



Antes su olor me encantaba. Siempre olía a limpio: a ducha, a ropa limpia, a sudor fresco o a amor físico. A ve­ces se ponía perfume, no sé cuál, y también el olor del per­fume era lo más fresco del mundo. Entre aquellos olores frescos había otro, un olor denso, oscuro, áspero. Cuántas veces la olisqueé como un animal curioso. Empezaba por el cuello y los hombros, que olían a ducha, y aspiraba en­tre los pechos el olor de sudor fresco, que en las axilas se mezclaba con el otro olor, el denso y oscuro. En la cintura y el vientre aquel olor aparecía puro y sin mezcla, y entre las piernas con un toque afrutado que me excitaba; tam­bién olfateaba las piernas y los pies, los tobillos, en los que se perdía el olor denso, las corvas, donde aparecía de nue­vo, más ligero, el olor a sudor fresco, y los pies, que olían a jabón o a cuero o a cansancio. La espalda y los brazos no tenían ningún olor especial; no olían a nada, pero olían a ella. Y en las palmas de las manos se concentraba el olor del día y el trabajo: la tinta de los billetes, el metal de la perforadora, cebolla o pescado o grasa de freír, lejía o plancha caliente. Al lavarlas, las manos ocultan todo eso al principio. Pero en realidad lo único que hace el jabón es tapar los olores, que al cabo de un rato vuelven a estar ahí, atenuados y fundidos en un único olor del día y del traba­jo, de la tarde, del regreso, de la casa reencontrada.

de "El lector" de Bernahard Schlik (Bielefeld, 1944)
"Der Vorleseer", Zurich, 1995

tRADUCTOR jOAN pARRA cONTRERAS, 1997
Ed. Anagrama, Argentina, 2010
Pág. 183
Ilustración: cartel de la película dirigida por Stephen Daldry
 

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